Y aquí una traducción exprés:
Dos años después de la educación on-line y las compras del pánico, un epidemiólogo explica lo que debería haberse hecho
20 de febrero de 2002.-
Mañana, el Primer Ministro va a anunciar el fin de las restricciones por el Covid. No más pruebas gratuitas ni más ayudas directas. Y lo más decisivo de todo: no más aislamiento para los infectados. Si esto no es el fin de las medidas contra la crisis pandémica, es difícil saber qué pueda serlo.
Todo esto significa que la inevitable reflexión sobre dos años traumáticos y las medidas de crisis infligidas por el gobierno a los gobernados comienza ahora. Es probable que la investigación pública oficial, prevista inicialmente para esta primavera, se retrase. Pero ya ha comenzado el balance extraoficial, en toda la nación, de todos y cada uno de los ciudadanos que suman sus pérdidas y sacrificios y se preguntan si todo ha valido la pena.
Para algunos, el balance revelará un simple y terrible dolor, consecuencia de las 160.000 muertes por Covid que Reino Unido ha acumulado desde que el nuevo coronavirus llegó a nuestras costas. Pero para muchos otros el precio pagado será más difícil de establecer. Porque es complicado enumerar las oportunidades perdidas en escolarización y educación superior; o contabilizar el coste de las carreras estancadas y las empresas quebradas; o el precio de las vidas todavía maltrechas por afecciones mentales y físicas no detectadas mientras los servicios se volcaban por completo en el Covid.
Pase lo que pase, una cosa es segura: se nos dirá que servirán las lecciones aprendidas. Pero ¿qué lecciones? En política, los viejos sabios hablan de la importancia de aprender de los errores, de conocer la Historia y actuar en consecuencia. Pero las lecciones equivocadas, como muestra el profesor Mark Woolhouse en una nueva y devastadora evaluación de los confinamientos por el Covid, también pueden desviarnos muchísimo del buen camino.
Los científicos y políticos británicos estaban más que predispuestos a responder de forma desastrosa al Covid-19 mucho antes de que se oyera hablar del virus, argumenta en su libro El año en que el mundo se volvió loco, y ello precisamente por la experiencia con enfermedades ya conocidas.
La primera de ellas fue la gripe, en la que se basó nuestra preparación para la pandemia. Por eso los modelos Covid incluyeron a las escuelas, que son vectores clave en la transmisión de la gripe, pero no a las residencias de ancianos, con consecuencias catastróficas.
La segunda había sido un brote específico de gripe: la epidemia de gripe porcina de 2009-2010, en gran parte olvidada porque mató a menos de 500 personas. Entre los que sí la recuerdan, seguro que están los padres de unos 70 niños británicos que murieron. "Muchos más [niños]", como señala Woolhouse, de 63 años y padre de una hija, "que los que murieron por la nueva infección de coronavirus en 2020".
Sin embargo, las escuelas permanecieron abiertas entonces. "Parece que nuestra evaluación colectiva del balance de daños ha cambiado drásticamente en los 10 años transcurridos".
El dañino legado de la gripe porcina fue el apocamiento. Exactamente una década antes de que el Covid estallara realmente y cambiara al mundo, los funcionarios de salud pública advertían de que la gripe porcina haría lo mismo. "Básicamente, hubo una falsa alarma", dice Woolhouse, quien asesoró sobre la gripe porcina y se convirtió en miembro del grupo de modelización Sage SPI-M para la pandemia actual.
En 2019-2020, los científicos se resistían a "hacer el ridículo" dando otra vez la voz de alarma. Las primeras intervenciones drásticas que podrían haber marcado la diferencia, como el cierre de las fronteras, se volvieron impensables, lo que orientó la política hacia las intervenciones más draconianas y, en opinión de Woolhouse, más erróneas de todas: los confinamientos.
Estos, dice Woolhouse, surgieron de la idea de que el Covid podía ser erradicado. Y la idea de que el Covid podía erradicarse surgió de un tercer episodio engañoso con la enfermedad: ese otro coronavirus, el Sars, que en 2002 fue circunscrito y finalmente aplastado en uno de los grandes triunfos de la medicina moderna. El problema es que había una diferencia crítica con el Sars. Se transmitía casi exclusivamente por pacientes claramente enfermos. "Aislar a los casos sintomáticos detuvo la mayor parte de la propagación", dice Woolhouse. Pero el Covid también se propaga de forma asintomática, lo que hace imposible su erradicación. Sin embargo, convencer a los gobernantes de que renunciasen al sueño de acabar con el Covid resultó imposible.
"Sabíamos desde febrero [de 2020], y no digamos desde marzo, que los confinamientos no resolverían el problema. Simplemente lo retrasarían", dice Woolhouse, con un acento de clara incredulidad en su voz. Y, sin embargo, en el gobierno "no se prestó atención a ese inconveniente bastante obvio de su estrategia".
En su lugar, los confinamientos (que "sólo tenían sentido en el contexto de la erradicación") se convirtieron en la herramienta elegida para controlar el Covid. La suerte estaba echada en China, que decretó medidas ultra estrictas y, de forma imperdonable, según el libro de Woolhouse, fue elogiada por la Organización Mundial de la Salud por su "enfoque audaz". "La OMS se equivocó completamente en las declaraciones más importantes de 2020. La primera respuesta mundial a la pandemia fue lamentablemente inadecuada".
Al ver esto, el resto del mundo acabó siguiendo el mismo modelo, aunque no se había hecho ningún trabajo para evaluar los costes de los cierres. Después de la gripe porcina, los modeladores habían estudiado las consecuencias de muchos elementos de control de la infección, pero nunca previeron "una orden para que la mayoría de la población se quedara en casa".
Así que en marzo de 2020 Reino Unido dictó la orden civil más drástica desde la guerra, sin saber cuáles podrían ser los daños. ¿Por qué?
Incluso hoy, dice Woolhouse, desde su oficina en la Universidad de Edimburgo, "no tengo la respuesta correcta para ello. Todo fue frustración desde el principio". Lo que sí sabe es que mientras se realizaban modelos extremadamente detallados "sobre cómo podría ser la epidemia en sí y los daños que causaría el nuevo coronavirus... en el otro lado de la balanza, no teníamos prácticamente nada. No hubo en ningún momento, ni siquiera al año siguiente, ningún tipo de análisis de los daños causados por los cierres. ¿Se consideraron siquiera? No he visto ninguna prueba de que ocurriese y eso es muy, muy preocupante".
Todo esto a pesar de que la Oficina de Estadísticas Nacionales envió al grupo Sage un informe sobre las consecuencias más amplias de los confinamientos ya en abril de 2020, en el que se evaluaba cuántos años de calidad de vida se perderían por culpa de los encierros. La mejor estimación era que el [intento de] erradicar el virus supone tres veces más años que la duración de la propia enfermedad. [sin confinamientos]
En parte, esta conclusión surgió porque el informe de la ONS [Oficina Nacional de Estadística] reflexionaba sobre los costes relativos del cierre para diferentes colectivos de la sociedad, en este caso, para los jóvenes y para los mayores. En retrospectiva, esto parece algo incontrovertible. Pero Woolhouse, desde su participación desde dentro, mientras se conformaba la política del gobierno, vio algo muy diferente: la enfermedad era descrita como un asesino universal, cuando estaba claro desde el principio que algunos corrían mucho más riesgo que otros.
"Los primeros datos correctos sobre esto empezaron a surgir a finales de febrero de 2020", dice. Y mientras Reino Unido soportaba la primera ola de Covid, estos datos se vieron confirmados por los hechos. Los mayores de 70 años tenían al menos 10.000 veces más riesgo de morir que los menores de 15 años. "Se trata de un virus altamente discriminatorio", afirma Woolhouse, todavía hoy exasperado. "Es edadista, es sexista, es racista. Y ciertamente lo sabíamos antes de entrar en la fase de confinamiento".
Sin embargo, el Gobierno decidió que decir a la mitad de la población que corría un riesgo extremadamente bajo diluiría la adhesión a las duras normas que estaba imponiendo, y, en su lugar, aumentó las advertencias de amenaza. "Todos estamos en riesgo", señaló Michael Gove en marzo de 2020. "El virus no discrimina". Pero lo hizo entonces, y lo hace ahora.
"Escuché el argumento [oficial] que podría quedar caricaturizado como: todos murieron, pero al menos nadie se salvó injustamente", apunta Woolhouse. La política se convirtió en una forma de comunismo epidemiológico, con una igualdad impuesta, aunque fuera la de la miseria. "BBC News respaldó esta percepción errónea informando regularmente de las escasas tragedias que afectaban a individuos de bajo riesgo como si fueran la norma", señala Woolhouse.
Cuando en abril de 2020, por ejemplo, se permitió a las cámaras de la BBC entrar en una UCI del University College Hospital de Londres, el primer paciente entrevistado para News at Ten fue Imran Hamid. "No me tomé esto lo suficientemente en serio", decía Imran, mientras la sombría voz en off entonaba: "Imran sólo tiene 37 años..." Las estrategias que desafiaban este dogma universalista haciendo hincapié en la protección de los vulnerables fueron desechadas. "Se convirtió en un mantra que la protección de los vulnerables no era ética. ¡No era ética! Quiero decir, ¿cómo demonios pudimos andar diciendo estas cosas?".
Sin embargo, lejos de ser incapaz de manejar incluso los principales características de los estudios estadísticos, el público, en opinión de Woolhouse, demostró ser bastante capaz de tratar con detalle acerca de cuestiones de vida o muerte. Apunta al despliegue de la vacuna, que fue interrumpido por informes de incidencias muy infrecuentes de coágulos de sangre o problemas cardíacos. "Nadie puede decir que este elemento haya tenido un impacto negativo en la aceptación de las vacunas. Entonces, ¿por qué demonios no podíamos confiar en la gente ofreciendo un verdadero patrón de riesgos del propio virus? No lo entiendo".
La capacidad del público para leer la situación por sí mismo se puso de manifiesto las pasadas Navidades, cuando "los cambios de comportamiento fueron mucho mayores de lo previsto... claramente mucho más de lo que [requería] el Plan B". Por eso hay tanta indignación ante las noticias de las fiestas del primer ministro, piensa. Mientras el público se autorregulaba, los políticos se autocomplacían. ¿Cambiará eso ahora? Cree que no. "Seguiremos gestionando la pandemia, como público, de la forma en que lo hemos hecho, y simplemente a estos políticos no los tendremos en cuenta. Si son tan idiotas como para hacer fiestas en el sótano, nosotros no los imitaremos".
Para él, esas transgresiones no son el peor fallo oficial. Peor es la forma en que el Gobierno siguió perdiendo de vista "las prioridades habituales de la salud pública, salvar vidas y prevenir enfermedades", y en su lugar se obsesionó con los factores de referencia, como el número de reproducción R0, en lugar de identificar quién estaba más en peligro.
El proceso se convirtió en propósito, y el objetivo oficial pasó a ser suprimir el virus, y no hacerlo menos peligroso. Como consecuencia, se ordenó innecesariamente a un gran número de personas que se encerraran.
"Acabamos con ese relato de que había que elegir entre dos estrategias", dice: encerrarse o no tomar ninguna medida. "Pero esta polarización del debate fue muy poco útil, incluso entre los científicos. Todos deberíamos estar en contra de los cierres, y todos deberíamos estar en contra del Covid".
Según él, siempre existió un término medio, que mezclaba intervenciones sociales como las mascarillas y el distanciamiento con cadenas de contactos de confianza en torno a los vulnerables, protegiéndolos sin aislarlos. La tragedia fue que ese terreno intermedio "no se ocupó durante todo el año 2020. Y esto fue un gran error".
El resultado fue el peor de los mundos posibles: una reacción que no protegió lo suficiente a los que estaban en riesgo y que, al mismo tiempo, impuso confinamientos enormemente perjudiciales a los que no lo estaban.
A mediados del año pasado, dice Woolhouse, la política comenzó a moverse repentinamente hacia este punto medio. "Hubo un cambio radical en Westminster cuando cambiamos de ministro de sanidad. Desde el momento en que Matt Hancock se fue, el enfoque del Gobierno pasó de tratar esto [como un] problema de emergencia a corto plazo que va a desaparecer a aceptar que estábamos viviendo con un virus. Y no puedo sino subrayar lo grande que creo que fue ese cambio. De repente empezamos a hacer cosas mucho más sensatas... a tomar todas esas decisiones que deberíamos haber tomado, bueno, desde el principio".
Por supuesto, es fácil decir todo esto en retrospectiva; dispensar sabiduría a posteriori. Woolhouse se defiende de esta acusación señalando "todo un rastro de correos electrónicos, documentos e informes" que fundamentan sus quejas "en la realidad de la época". Pero ¿no formaba él parte de la maquinaria que cometía todos estos errores? Al fin y al cabo, él apoyó el primer confinamiento en la reunión de modelistas del grupo Sage el 23 de marzo de 2020. Lo describe como "un momento sombrío... pero había que tomar una decisión, y no había otra opción sobre la mesa". Aun así, sostiene que se mantuvo demasiado tiempo y que se podría haber evitado, actuando antes.
Pero también admite que no tuvo estómago para exigir el cierre de las fronteras en una fase muy temprana, digamos en enero de 2020; aunque el 24 de enero de 2020, hablando de la magnitud de la crisis que se avecinaba con su mujer, "me interrumpí a mitad de la frase, la abracé y rompí a llorar".
Esto es lo que dice un hombre que habla con la eficacia directa y sobria del modelador de datos, y que, con su pelo gris pizarra tan ordenado como sus palabras, no parece un llorón frecuente. Es un recordatorio de lo aterrador que era el Covid cuando surgió.
Echando la vista atrás o no, el libro de Woolhouse proporciona una útil retrospectiva. En el interminable tiempo presente del comportamiento del Covid, por ejemplo, muestra lo mucho que ya hemos olvidado, o quizás nunca supimos, sobre cómo se desarrollaron los acontecimientos. Mientras, los grandes cambios de comportamiento que todos ya conocíamos —como la transmisión asintomática, las variantes alfa y delta— vuelven a ser impactantes, situado todo ello en el contexto adecuado.
También están los misterios persistentes, de los cuales el mayor sigue siendo por qué los niños no se ven afectados. "Lo que protege a los niños debe de estar incorporado en el proceso de envejecimiento", sugiere Woolhouse, "tal vez tenga que ver con el envejecimiento del sistema inmunitario, especialmente en torno a la pubertad".
Pero el hecho de que haya un misterio en el corazón del Covid no significa que no haya culpables. La OMS, los profesores Chris Whitty y Patrick Vallance, el Gobierno, todos tienen su parte de culpa. Hay un momento escalofriante que se describe en su libro cuando, al intentar atemperar las aterradoras (y como se demostró engañosas) proyecciones oficiales antes del segundo confinamiento, Woolhouse recibe una "invitación" anónima para "corregir" sus comentarios. Al final, fueron las proyecciones —fruto de un sistema que, según él, utilizaba los datos como una carraca— para justificar el endurecimiento de los controles pero rara vez para aflojarlos las que debieron que ser corregidas. "Los argumentos para el segundo cierre en Inglaterra siguen siendo débiles a día de hoy".
Pero no se excusa del todo, porque él formaba parte del sistema, aunque a menudo arremetiera contra él. Y en última instancia, dice, el fracaso de Covid en Reino Unido fue "un fallo del sistema... el no acoger otras ideas, el no ser suficientemente autocrítico, el pensar en grupo. La forma en que la ciencia, los asesores científicos, los funcionarios y el gobierno interactúan en una situación como ésta es la culpable. Entramos en pánico".
Como admite sin ambages, la pregunta que más importa ahora es: "¿Cómo no lo haremos en el futuro?".
The Year the World Went Mad. A Scientific Memoir, de Mark Woolhouse (Sandstone Press, 16,99 libras). [aún no publicado en español]