sábado, 15 de octubre de 2022

La submersión periodística




Un paper sobre el llamado "periodismo invasivo".

Aquí en V.O. pdf.

Y aquí las conclusiones en tradu exprés:

"Conclusiones: 

En este artículo hemos presentado el concepto de periodismo inmersivo, y hemos argumentado que los sistemas de realidad virtual son idóneos para ofrecer experiencias en primera persona de las historias que aparecen en las noticias; y que el periodismo inmersivo ofrece la oportunidad de un nivel de comprensión diferente al de la lectura de la página impresa o al visionado pasivo de material audiovisual. Hemos distinguido entre lo que podría llamarse periodismo interactivo o periodismo inmersivo de bajo nivel, que suministra información en formas novedosas, como juegos de ordenador, comunidades en línea como Second Life, y que puede dar a la gente algún nivel de experiencia de una situación, así como proporcionar un medio para navegar a través de la vasta información digital que puede estar disponible sobre un tema concreto. Por periodismo de inmersión profunda, en cambio, nos referimos a trasladar la sensación de lugar a un espacio en el que tiene lugar una acción creíble que ellos perciben que realmente está ocurriendo, y donde lo más importante es su propio cuerpo, que participa en esta acción. Creemos que el periodismo de inmersión ofrece una forma profundamente diferente de experimentar las noticias y, por tanto, de comprenderlas de una manera que es imposible de otro modo, sin estar realmente en el lugar."

jueves, 13 de octubre de 2022

Nuestro drama en gente

Interesante texto de  Joshua Rothman sobre nuestros yoes a lo largo de la existencia: sincrónicos y diacrónicos, uno y múltiples.


           Vidriera del Shakespeare Memorial Theatre


Aquí en V.O. en el New Yorker:
 
Y aquí debajo una tradu muy, pero muy exprés:


¿Eres la misma persona que antes?


Los investigadores han estudiado que gran parte de nuestra personalidad queda fijada desde la infancia, pero lo que pareces ser no es quien eres.

Por Joshua Rothman (3 de octubre de 2022)

Tengo pocos recuerdos de cuando tenía cuatro años, algo que me desconcierta hoy en día, padre de un niño de cuatro años. Mi hijo y yo lo pasamos estupendamente juntos; en los últimos tiempos hemos estado construyendo versiones de Lego de lugares conocidos (la cafetería, el baño) y perfeccionando el "flipperoo" (un movimiento en el que yo le sostengo las manos mientras él da una voltereta hacia atrás subido en mis hombros hasta aterrizar en el suelo). Pero ¿cuánto recordará  él de nuestra alegre vida? Lo que yo recuerdo de mis cuatro años son las uñas pintadas de rojo de una malvada niñera que tuve; el equipo de música de color plateado pulido en el apartamento de mis padres; un pasillo con una alfombra naranja en particular; algunas plantas de interior al sol; y un atisbo del rostro de mi padre, quizás almacenado en mi memoria gracias a una fotografía. Esas imágenes inconexas no se unen en una imagen de una vida. Tampoco iluminan ninguna realidad interior. No tengo recuerdos de mis propios sentimientos, pensamientos o  de mi personalidad; me cuentan que era un niño alegre y hablador, bastante dado a largos discursos en la mesa, pero yo no me recuerdo siendo así. Mi hijo, alegre y voluble, es tan divertido que a veces lamento, pensando en él, su futura incapacidad para recordarse a sí mismo.

Si pudiésemos ver nuestro yo infantil con mayor claridad, podríamos tener una mejor percepción del curso y del carácter de nuestras existencias. ¿Somos a los cuatro años la misma persona que seremos a los veinticuatro, cuarenta y cuatro o setenta y cuatro? ¿O cambiaremos sustancialmente con el paso del tiempo? ¿Está todo ya hecho, o nuestras historias experimentarán giros sorprendentes? Algunas personas sienten que han cambiado profundamente a lo largo de los años, y el pasado les parece como un país extranjero, caracterizado por costumbres, valores y gustos peculiares. (¡Ah, esos novios! ¡Esa música! ¡Aquellos trajes!) Pero otras personas atesoran un fuerte sentido de conexión con su yo más joven, y para ellas el pasado sigue siendo una suerte de hogar. Mi suegra, que vive cerca de la casa de sus padres y en el mismo pueblo donde creció, insiste en que es la misma de siempre, y recuerda, con renovada indignación, cuando cumplió seis añitos y le prometieron un poni que nunca se le regaló. Su hermano opina, en cambio,  lo contrario: él recuerda épocas distintas de su vida, cada una con su propio elenco de actitudes, circunstancias y amigos. "He pasado por muchas puertas", me dice. Yo también me siento así, aunque la mayoría de la gente que me conoce bien afirma que he sido siempre la misma persona.

Intenta recordar la vida como la vivías hace años, en un día típico de otoño. Por aquel entonces, algunas cosas te importaban mucho (¿Una novia? ¿Depeche Mode?), pero otras te resultaban indiferentes (¿Tus compromisos políticos? ¿Tus hijos?). Ciertos acontecimientos claves -¿la universidad? ¿la guerra? ¿el matrimonio? Alcohólicos Anónimos... aún no se habían producido en tu vida. ¿El yo que recuerda se siente como tú o más bien como un extraño? ¿Te parece que estás recordando el ayer o que estás leyendo una novela sobre un personaje de ficción?

Si eres de los primeros, probablemente seas un continuador; si las segundas, probablemente seas un segmentador. Es posible que prefieras ser una cosa más que la otra, pero que te resulte difícil cambiar de perspectiva. En el poema "El arco iris", William Wordsworth escribió que "el niño es el padre del hombre", y ese lema se cita a menudo como una verdad. Pero él formuló la idea como una aspiración -"Y podría desear que mis días estuvieran / unidos cada uno a cada cual por una piedad natural"-, un poco como si dijera que, aunque sería bonito que nuestra infancia y nuestra edad adulta estuvieran conectadas como los extremos de un arco iris, dicha conexión podría ser una ilusión dependiente de dónde nos situemos. Una de las razones para ir a una reunión de antiguos alumnos de tu instituto es sentirse como era uno mismo en el pasado: se reanudan las amistades, resurgen las broma de entonces, se reavivan los viejos amores. Pero el viaje en el tiempo cesa  en cuanto sales del gimnasio donde se celebra el encuentro. Resulta que uno sí ha cambiado, después de todo.

Por otro lado, algunos queremos desconectar de nuestro pasado; agobiados por lo que fuimos o enjaulados por lo que somos, deseamos tener vidas múltiples. En la voluminosa novela autobiográfica Mi lucha, Karl Ove Knausgaard, un hombre de mediana edad que espera ser mejor hoy que cuando era joven, -se pregunta si tiene sentido utilizar el mismo nombre a lo largo de toda una vida. Mirando una fotografía de sí mismo cuando era bebé, se pregunta qué tiene que ver esa pequeña personita, con "los brazos y las piernas abiertas, y la cara distorsionada en un grito", con el padre y escritor de cuarenta años que es ahora, o con "el anciano gris y encorvado que dentro de cuarenta años podría estar sentado babeando y temblando en una residencia de la tercera edad". Podría ser mejor,  nos sugiere, adoptar una serie de nombres distintos: "El feto podría llamarse Jens Ove, por ejemplo; y el bebé Nils Ove... el de diez a doce años: Geir Ove, y el de doce a diecisiete, Kurt Ove... el de veintitrés a treinta y dos Tor Ove, el de treinta y dos a cuarenta y seis, Karl Ove... y así sucesivamente". En un esquema así, "el primer nombre representaría el carácter distintivo del rango de edad, el segundo representaría la continuidad, y el último, la afiliación familiar".

Mi hijo se llama Peter. Me inquieta pensar que algún día pueda llegar a ser tan diferente como para justificar un nuevo nombre. Pero él aprende y crece cada día; ¿cómo no va a ser cada vez alguien nuevo? Tengo aspiraciones combativas para con él: sigue creciendo; sigue siendo tú mismo. En cuanto a cómo se verá a sí mismo, ¿quién lo sabe? El filósofo Galen Strawson cree que algunas personas son simplemente más "episódicas" que otras; están bien viviendo el día a día, sin tener en cuenta un arco argumental más amplio. "Estoy en algún lugar hacia el extremo episódico de ese espectro", escribe Strawson en un ensayo titulado The Sense of the Self (El sentido del yo). "No tengo ningún sentido de mi vida como si fuese un relato formal, y siento poco interés por mi propio pasado".

Tal vez Peter crezca como una persona episódica que vive el momento, sin preocuparse de si su vida forma un todo o bien un conjunto de partes. Aun así, no podrá escapar de las paradojas de la mutabilidad, que tienen cierta forma de entretejerse en nuestras vidas. Pensando en algún antiguo acto vergonzoso nuestro, nos decimos: "¡He cambiado!". (Pero, ¿es eso cierto?) Hartos de una amiga que está obsesionada con lo que pasó hace tiempo, nos decimos: "Aquello era otra vida; ahora tú eres una persona diferente". (¿Pero lo es ella?) Al convivir con nuestros amigos, cónyuges, padres e hijos, nos preguntamos si son las mismas personas que siempre hemos conocido, o si han vivido cambios que a nosotros, o a ellos, nos cuesta y les cuesta ver. Incluso cuando trabajamos incansablemente para mejorar, nos damos cuenta de que, vayamos donde vayamos, ahí estamos (en cuyo caso, ¿qué sentido tiene?). Y, sin embargo, a veces recordamos nuestro yo anterior con una sensación de asombro, como si recordásemos una vida pasada. Las vidas son largas y difíciles de captar. ¿Qué podemos aprender al preguntarnos si siempre hemos sido quienes somos?

La cuestión de nuestra continuidad tiene una vertiente empírica que puede responderse científicamente. En los años setenta, mientras trabajaba en la Universidad de Otago, en Nueva Zelanda, un psicólogo llamado Phil Silva ayudó a poner en marcha un estudio con mil treinta y siete niños. Los sujetos, todos los cuales vivían en la ciudad de Dunedin o en sus alrededores, fueron estudiados a los tres años, y de nuevo cuando cumplieron cinco años, siete, nueve, once, trece, quince, dieciocho, veintiuno, veintiséis, treinta y dos, treinta y ocho y cuarenta y cinco años, por investigadores que muchas veces entrevistaban no sólo a los sujetos sino también a sus familiares y amigos. En 2020, cuatro psicólogos asociados al estudio de Dunedin -Jay Belsky, Avshalom Caspi, Terrie E. Moffitt y Richie Poulton- incorporaron lo aprendido hasta entonces en un libro titulado The Origins of You: How Childhood Shapes Later Life [Tus orígenes.: cómo tu infancia moldea tu futuro]. En él se recogen los resultados de algunos estudios relacionados llevados a cabo en Estados Unidos y Reino Unido; y así se describe cómo han cambiado unas cuatro mil personas a lo largo de las décadas.

John Stuart Mill escribió, en una ocasión, que una persona joven es como "un árbol, que necesita crecer y desarrollarse por todos lados, según la tendencia de las fuerzas internas que lo convierten en un ser vivo". La imagen sugiere una extensión generalizada y un despliegue hacia arriba, que ha de verse afectado por el suelo y el clima, y que podría ser ayudado por un poco de poda juiciosa aquí y allá. Los autores de The Origins of You ofrecen una metáfora más caótica: los seres humanos, nos dicen, son como sistemas de tormentas. Cada tormenta individual posee su propio conjunto de rasgos y su dinámica; mientras que su futuro depende de numerosos elementos de la atmósfera y del paisaje. El destino de cualquier Harvey, Allison, Ike o Katrina podría estar determinado, en parte, por "la presión atmosférica en otro lugar" y por "el tiempo que el huracán pasa en el mar, recogiendo humedad, antes de tocar tierra". Donald Trump, en 2014, le dijo a un biógrafo que él era la misma persona a los sesenta años que había sido cuando empezaba la escuela primaria. En su caso, escriben los investigadores, la idea no es tan difícil de creer. Las tormentas, sin embargo, se ven moldeadas por el mundo… y por otras tormentas; y sólo un sistema meteorológico ególatra cree en su individualidad absoluta e inmutable.

Los esfuerzos por comprender el “clima” humano -para demostrar, por ejemplo, que los niños que sufren abusos llevan la marca de esos abusos cuando son adultos- son previsiblemente inexactos. Uno de los problemas es que muchos estudios sobre el desarrollo son de naturaleza "retrospectiva": los investigadores comienzan con la situación actual de las personas y luego miran al pasado para averiguar cómo llegaron a ser así. Pero hay muchos problemas que dificultan esos esfuerzos. Está la falibilidad de la memoria: la gente suele tener dificultades para recordar incluso hechos básicos en lo que vivieron décadas atrás. (Muchos padres, por ejemplo, no pueden recordar con exactitud si a su hijo le diagnosticaron TDAH; la gente incluso tiene problemas para recordar si sus padres eran malos o buenos). También existe el problema del sesgo de inscripción. Un estudio retrospectivo de adultos con ansiedad podría descubrir que muchos de ellos crecieron con padres divorciados, pero ¿qué pasa con los muchos hijos de divorciados que no desarrollaron ansiedad y que, por tanto, nunca se incluyeron en el estudio? Es difícil para un estudio retrospectivo establecer la verdadera importancia de un solo factor. El valor del proyecto Dunedin, por lo tanto, se deriva no sólo de su larga duración, sino también del hecho de que es "prospectivo". Comenzó con un millar de niños al azar, y sólo después identificó los cambios a medida que iban surgiendo.

Trabajando de forma prospectiva, los investigadores de Dunedin empezaron por clasificar a los niños de tres años. Se reunieron con los niños durante noventa minutos cada uno, y los puntuaron en veintidós aspectos de la personalidad: inquietud, impulsividad, voluntad, atención, amabilidad, capacidad de comunicación, etc. A continuación, utilizaron los resultados para identificar cinco tipos generales de niños. El 40% de los niños fueron considerados "bien adaptados", con la mezcla habitual de rasgos de personalidad infantil. Otra cuarta parte resultó ser "confiada", es decir, más cómoda de lo habitual con los extraños y las situaciones nuevas. El 15% se mostró "reservado", o distante, al principio. Aproximadamente uno de cada diez resultó "inhibido"; la misma proporción fue identificada como "descontrolada". Los niños inhibidos eran notablemente tímidos y excepcionalmente lentos para coger confianza; los descontrolados eran impulsivos e intratables. Estas determinaciones de la personalidad, a las que se llegó tras breves encuentros y por parte de desconocidos, constituirían la base de medio siglo de trabajos posteriores.

A los dieciocho años, ciertos patrones se hacían visibles. Aunque los niños seguros de sí mismos, reservados y bien adaptados seguían siendo así, esas categorías estaban menos definidas. En cambio, los niños que habían sido categorizados como inhibidos o como poco controlados se habían mantenido más fieles a sí mismos. A los dieciocho años, los niños que habían sido  considerados inhibidos seguían un poco apartados y eran "significativamente menos enérgicos y determinados que los demás niños". Los chicos poco controlados, por su parte, "se describían a sí mismos como buscadores de peligro e impulsivos", y eran "los menos propensos de todos los adultos jóvenes a evitar situaciones dañinas, excitantes y peligrosas o a comportarse de forma reflexiva, cautelosa, cuidadosa o planificada." Los adolescentes de este último grupo tendían a enfadarse más a menudo y a verse "como maltratados y víctimas".

Los investigadores vieron la oportunidad de racionalizar las categorías. Agruparon al gran grupo de adolescentes que no parecían seguir un camino fijo. Luego se centraron en dos grupos más pequeños que destacaban. Un grupo se "aleja del mundo", abrazando un modo de vida que, aunque puede ser perfectamente gratificante, también es discreto y circunspecto. Y otro grupo, de tamaño similar, se "movilizaba contra el mundo". En los años siguientes, los investigadores descubrieron que las personas de este último grupo eran más propensas a ser despedidas de sus trabajos y a tener problemas con el juego. Sus disposiciones eran duraderas.

Esa durabilidad se debe, en parte, al poder social del temperamento, que, según escriben los autores, es "una máquina que diseña otra máquina, que pasa a influir en el desarrollo". Esta segunda máquina es el entorno social de una persona. Alguien que se mueve en contra del mundo apartará a los demás, y tenderá a interpretar las acciones de los demás, incluso las bienintencionadas, como un rechazo; esta retroalimentación social negativa profundizará su postura de oposición. Mientras tanto, se dedicará a lo que los psicólogos llaman "selección de nichos", es decir, a favorecer las situaciones sociales que refuerzan su disposición. Una niña de último dep primaria "bien adaptada" podría "esperar con ansias la transición a la escuela secundaria"; cuando llegue allí, podría incluso apuntarse a algunos clubes. Su amiga, la que se aleja del mundo, podría preferir leer durante la pausa del almuerzo. Y su hermano, que se moviliza contra el mundo -el grupo es ligeramente masculino- se sentirá más a gusto en situaciones de peligro.

Los autores escriben que, a través de este tipo de desarrollo personal, creamos vidas que nos hacen parecernos cada vez más a nosotros mismos. Pero hay formas de salir del ciclo. Una forma de cambiar el rumbo de las personas es a través de sus relaciones íntimas. El estudio de Dunedin sugiere que, si alguien que tiende a movilizarse en contra del mundo se casa con la persona adecuada, o encuentra el mentor adecuado, podría empezar a moverse en una dirección más positiva. Su mundo se habrá convertido en una cocreación más benéfica. Aunque gran parte de la historia esté escrita, siempre es posible reescribirla.

El estudio de Dunedin nos dice mucho sobre la importancia de las diferencias entre los niños a lo largo del tiempo. Pero ¿cuánto puede revelar este tipo de trabajo sobre la cuestión más profunda y personal de nuestra propia continuidad o mutabilidad? Eso depende de lo que queramos decir cuando preguntamos quiénes somos. Al fin y al cabo, somos más que nuestras disposiciones. Todos nosotros encajamos en cualquier número de categorías, pero esas categorías no abarcan totalmente nuestras identidades.

Hay un sentido importante, en primer lugar, en el que “quién eres” se halla determinado no por “cómo eres” sino por “lo que haces”. Imagina a dos hermanos que crecen compartiendo dormitorio y que tienen personalidades similares: inteligentes, duros, dominantes y ambiciosos. Uno llega a ser senador del Estado y presidente de la universidad, mientras que el otro se convierte en un jefe de la mafia. ¿Sus temperamentos paralelos los convierten en personas similares? Quienes han seguido las historias de William Bulger y James (Whitey) Bulger -los hermanos de Boston que dirigieron el Senado de Massachusetts y el hampa, respectivamente- sugieren a veces que eran más parecidos que diferentes. ("Ambos son muy duros en sus respectivos campos", observó un biógrafo). Pero haríamos bien en ser escépticos ante tal perspectiva, porque requiere dejar de lado las sustancias salvajemente diferentes de las vidas de los hermanos. En las puertas del cielo, nadie los confundirá.

Los hermanos Bulger son extraordinarios; pocos llegamos a tanto bueno o a tanto malo. Pero todos hacemos cosas sorprendentes que importan. En 1964, el director Michael Apted ayudó a realizar Seven Up!, el primero de una serie de documentales en el que se visitaría al mismo grupo de una docena de británicos cada siete años, a partir de los siete años; Apted imaginó el proyecto -que se actualizó más recientemente en 2019, con 63 Up- como una investigación socioeconómica "sobre estos niños que lo tienen todo, y estos otros niños que no tienen nada." Pero, a medida que la serie ha ido avanzando, el caos de la individualidad ha ido invadiendo la claridad de la categorización. Uno de los participantes se ha convertido en ministro laico y se ha dedicado a la política; otro ha empezado a ayudar a huérfanos en Bulgaria; otros han hecho teatro aficionado, han estudiado la fusión nuclear o han creado conjuntos de rock. Uno se convirtió en documentalista y dejó el proyecto. La vida real, incontenible en sus particularidades, ha superado las intenciones esquemáticas de los cineastas.

Incluso elementos aparentemente sin importancia o triviales pueden contribuir a lo que somos. A finales de este verano, asistí a una reunión familiar con mi padre y mi tío. Mientras estábamos sentados en una mesa exterior, charlando, nuestra conversación giró en torno a Star Trek, la serie de televisión de ciencia ficción que se estrenó en 1966. Mi padre y mi tío han visto varias encarnaciones de la serie desde su infancia, y mi padre, en particular, es un auténtico fan de ella. Mientras la fiesta transcurría a nuestro alrededor, todos recitábamos de memoria el monólogo inicial de la versión original: "El espacio: la última frontera. Estos son los viajes de la nave estelar Enterprise..."- y nos aplaudimos a nosotros mismos por nuestra interpretación. Star Trek es una línea que atraviesa la vida de mi padre. Tendemos a restar importancia a este tipo de manías y entusiasmos, pero son importantes para lo que somos. Cuando Leopold Bloom, el protagonista del Ulises de James Joyce, pasea por un cementerio de Dublín, no le impresionan las inscripciones genéricas de las lápidas, y piensa que deberían ser más específicas. "Fulano de tal, carretero", imagina Bloom, o, en una lápida grabada con el dibujo de una cacerola: "Cociné un buen guiso irlandés". Cuando se nos pide que nos describamos a nosotros mismos, tendemos a hablar en términos generales, pues los detalles de nuestras vidas nos resultan en cierto modo embarazosos. Pero un amigo que pronuncie un panegírico haría bien en señalar que tocamos la guitarra, coleccionamos teléfonos antiguos y amamos a Agatha Christie y a los Mets. Cada conjunto de detalles es como una huella digital. Algunos hemos tenido las mismas huellas a lo largo de nuestra vida; otros han tenido varios conjuntos de estas.

Centrarnos en la actualidad de nuestras vidas puede desmentir las propias intuiciones sobre nuestra propia continuidad o capacidad de cambio. Galen Strawson, el filósofo que dice tener poco sentido de su vida "como una narración", es más conocido por los argumentos que ha presentado contra las ideas del libre albedrío y la responsabilidad moral; sostiene que no disponemos de un libre albedrío y que no somos responsables en última instancia de lo que hacemos. Pero su padre, Peter Strawson, también era filósofo, y fue famoso, entre otras cosas, por defender esos conceptos. Galen Strawson puede asegurar que, desde una perspectiva en primera persona, su vida parece "episódica". Sin embargo, desde la perspectiva en tercera persona de un biógrafo imaginario, forma parte de un largo arco argumental que se extiende a lo largo de varias vidas. Podemos sentirnos discontinuos por dentro pero ser continuos por fuera, y viceversa. Ese tipo de divergencia puede ser simplemente inevitable. Cada vida puede verse probablemente desde dos ángulos.

Conozco a dos Tim, y tienen intuiciones opuestas sobre sus propias continuidades. El primer Tim, mi suegro, está seguro de que ha tenido la misma personalidad jovial desde los dos hasta los setenta y dos años. También ha tenido los mismos intereses -la lectura, la Segunda Guerra Mundial, Irlanda, el Salvaje Oeste, el equipo de los Yankees- durante la mayor parte de su vida. Es una de las personas más coherentes que conozco.

El segundo Tim, mi amigo del instituto, ve su vida como radicalmente discontinua, y con razón. Cuando le conocí, estaba tan delgado que le rechazaron en una campaña de donación de sangre por su poco peso; acosado y objeto de empujones por niños más grandotes, se consolaba con la idea de que sus padres  fueron tardíos en su crecimiento. A sus amigos les parecía una idea descabellada. Pero después del instituto, Tim se transformó repentinamente en un hombre imponente con un físico de héroe de acción. Estudió física y filosofía en la universidad, y luego trabajó en un laboratorio de neurociencia antes de convertirse en oficial de los Marines  y servir en Irak; entró en el mundo de las finanzas, pero desde entonces lo ha dejado para estudiar informática.

"He cambiado más que la mayoría de la gente que conozco", me dijo Tim. Compartió un vívido recuerdo de una conversación que tuvo con su madre, mientras estaban sentados en el coche a la salida de un taller mecánico: "Tenía trece años y estábamos hablando de cómo cambia la gente. Y mi madre, que es psiquiatra, me dijo que la gente suele dejar de cambiar mucho cuando llega a la treintena. Empiezan a aceptar lo que son, y a vivir con ellos mismos tal y como son. Y, tal vez porque yo era una persona infeliz y enojada en ese momento, encontré esa idea ofensiva. Y juré entonces que nunca dejaría de cambiar. Y no he dejado de hacerlo".

¿Los dos Tim tienen ante sí la imagen completa de lo que son? Conozco a mi suegro desde hace sólo veinte de sus setenta y dos años, pero incluso en este tiempo ha cambiado bastante, volviéndose más paciente y comprensivo; por lo que se ve, la vida que llevaba antes de conocerle también tenía sus propios capítulos aparte. Y hay un sentido fundamental en el que mi amigo del instituto no ha cambiado. Desde que le conozco, ha estado comprometido con la idea de ser diferente. Para él, la verdadera transformación sería el asentarse; el cambio interminable es una especie de coherencia.

Galen Strawson señala que hay una amplia gama de formas en que las personas pueden relacionarse con el tiempo a lo largo de sus vidas. "Algunas personas viven en modo narrativo", escribe, y otras no tienen "ninguna tendencia a ver su vida como si constituyera un relato o un desarrollo". Pero no se trata sólo de ser un continuador o un segmentador. Algunas personas viven episódicamente como una forma de "disciplina espiritual", mientras que otras "simplemente no tienen rumbo". El presentismo puede "ser una respuesta a la indigencia económica -una devastadora falta de oportunidades-, o  bien una gran riqueza". Continúa diciendo: hay indolentes, vagabundos, despreocupados lirios del campo, místicos y personas que trabajan duro en el momento presente. . . . Algunas personas son creativas aunque carezcan de ambición o de objetivos a largo plazo, y saltan de una pequeña cosa a la siguiente, o producen grandes obras sin planearlo, por accidente o por acumulación. Algunas personas son muy coherentes en su carácter, lo sepan o no, con una forma de constancia que puede sustentar la experiencia de la continuidad del yo. Otras son consistentes en su inconsistencia, y se sienten continuamente desconcertadas y fragmentadas.

Las historias que nos contamos a nosotros mismos sobre si hemos cambiado están destinadas a ser más simples que la esquiva realidad. Pero eso no quiere decir que sean inútiles. La historia de mi amigo Tim, que jura que cambia siempre, muestra cómo esas historias pueden estar cargadas de valor. Percibir la inmovilidad o la segmentación es casi una cuestión ideológica. Ser cambiante es ser imprevisible y libre; es ser no sólo el protagonista de la historia de tu vida sino el autor de su trama. En algunos casos, significa abrazar un drama de vulnerabilidad, decisión y transformación; también puede implicar una negativa a aceptar la finitud, que es la otra cara de la individualidad.

La perspectiva alternativa -el que siempre hayas sido quien eres- también entraña valores. James Fenton recoge algunos de ellos en su poema "El ideal":

Un yo es un yo.

No es una pantalla.

Una persona debe respetar

lo que ha sido.

 

Este es mi pasado

Que no desecharé.

Este es el ideal.

Esto es lo difícil.

 

Desde este punto de vista, la vida es plena y variable, y todos pasamos por aventuras que pueden cambiar lo que somos. Pero lo que más importa es que la hemos vivido. El mismo yo, aunque alterado, lo absorbió todo y todo lo hizo. Esta perspectiva también implica una declaración de independencia: independencia no del propio yo frente al pasado ni de las circunstancias, sino del poder de las circunstancias y de las elecciones que hacemos para dar sentido a nuestras vidas. Los segmentadores cuentan la historia de cómo han renovado sus casas, convirtiéndose en arquitectos durante el propio proceso. Los continuadores cuentan la historia de una propiedad augusta que seguirá siendo ella misma independientemente de lo que se construya. Por muy diferentes que parezcan esos dos puntos de vista, tienen mucho en común. Entre otras cosas, nos ayudan en nuestro autodesarrollo. Al comprometerse con una vida de cambios, mi amigo Tim podría haberla acelerado. Al concentrarse en su persistencia de carácter, mi suegro puede haber alimentado y refinado su mejor yo.

El paso del tiempo casi exige que contemos una especie de historia: hay ciertas formas que no podemos evitar cambiar a lo largo de la vida, y debemos responder ante ellas. Los cuerpos jóvenes difieren de los viejos; las posibilidades se multiplican en nuestras primeras décadas, y más tarde se desvanecen. Cuando tenías diecisiete años, practicabas el piano durante una hora cada día, y te enamoraste por primera vez; ahora pagas los cargos de tus tarjetas de crédito y ves Amazon Prime. Decir que hoy eres la misma persona que hace décadas es absurdo. Una historia que segmenta limpiamente tu pasado en capítulos también puede ser artificial. Y, sin embargo, hay valor en querer imponer orden al caos. No es sólo una cuestión de calmarse uno mismo: el futuro se cierne sobre nosotros y debemos decidir cómo actuar en función del pasado. No se puede continuar una historia sin escribirla primero.

Aferrarse al único relato de su propia mutabilidad puede ser limitante. Las historias que hemos contado pueden resultar demasiado estrechas para nuestras necesidades. En el libro Life is Hard  (La vida es dura), el filósofo Kieran Setiya argumenta que ciertos desafíos vigorosos -la soledad, el fracaso, la mala salud, el dolor, etc.- son esencialmente inevitables; mientras que tendemos a que se nos eduque en una tradición ampliamente redentora que "nos insta a centrarnos en lo mejor de la vida". Una de las ventajas de afirmar que siempre hemos sido quienes somos es que ello nos ayuda a pasar por alto los acontecimientos perturbadores que han trastornado nuestras vidas. Pero es bueno, como muestra el libro, reconocer las experiencias duras y preguntarse cómo nos han ayudado a ser más fuertes, más amables y más sabios. En términos más generales, si durante mucho tiempo has respondido a la cuestión de la continuidad de una cierta manera, podrías intentar responderla de otra. Para variar, considérate que eres más o menos continuo de lo que suponías. Averigua qué revela esta nueva perspectiva.

Los actos de autonarración tienen una cualidad recursiva. Me cuento una historia sobre mí mismo para sincronizarme con la historia que estoy contando; luego, inevitablemente, reviso la historia a medida que voy cambiando. El largo trabajo de revisión puede ser en sí mismo una fuente de continuidad en nuestras vidas. Uno de los participantes en la serie Up le dice a Apted: "He tardado prácticamente sesenta años en comprender quién soy". Martin Heidegger, filósofo alemán a menudo impenetrable, sostenía que lo que distingue a los seres humanos es nuestra capacidad de "tomar posición" sobre lo que somos y quiénes somos; de hecho, no tenemos más remedio que hacernos preguntas incesantes acerca de lo que significa existir, y lo que todo ello supone. Preguntar y ensayar respuestas es tan fundamental para nuestra personalidad como lo es el crecimiento de un árbol.

Recientemente, mi hijo ha empezado a entender que está cambiando. Se ha dado cuenta de que ya no cabe en su camisa favorita, y me enseña cómo duerme un poco en diagonal en su camita de niño. Le han pillado paseando por la casa con unas tijeras de verdad. "Ya soy un niño grande y puedo usarlas", dice. Al pasar por uno de los lugares favoritos de la playa, me dice: "¿Recuerdas cuando jugábamos con camiones aquí? Me encantaba entonces". A estas alturas, ya ha tenido varios nombres diferentes: le llamamos "pequeñín" después de nacer, y ahora le llamo "Señor Hombre". La comprensión de su propio crecimiento es un paso en su crecimiento, y es, cada vez más, un ser doble: un árbol y una vid. Mientras el árbol crece, la enredadera se enrosca, encontrando nuevos asideros en la forma que lo sostiene. Es un proceso que continuará durante toda su vida. Cambiamos, y cambiamos nuestra visión de ese cambio, mientras vivimos.

Joshua Rothman

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