¿Eres la misma persona que antes?
Los investigadores han estudiado que gran parte de nuestra
personalidad queda fijada desde la infancia, pero lo que pareces ser no es quien eres.
Por Joshua Rothman (3 de octubre de 2022)
Tengo pocos recuerdos de cuando tenía cuatro años, algo que
me desconcierta hoy en día, padre de un niño de cuatro años. Mi hijo y yo lo
pasamos estupendamente juntos; en los últimos tiempos hemos estado construyendo
versiones de Lego de lugares conocidos (la cafetería, el baño) y perfeccionando
el "flipperoo" (un movimiento en el que yo le sostengo las manos
mientras él da una voltereta hacia atrás subido en mis hombros hasta aterrizar en
el suelo). Pero ¿cuánto recordará él de
nuestra alegre vida? Lo que yo recuerdo de mis cuatro años son las uñas
pintadas de rojo de una malvada niñera que tuve; el equipo de música de color
plateado pulido en el apartamento de mis padres; un pasillo con una alfombra
naranja en particular; algunas plantas de interior al sol; y un atisbo del
rostro de mi padre, quizás almacenado en mi memoria gracias a una fotografía.
Esas imágenes inconexas no se unen en una imagen de una vida. Tampoco iluminan
ninguna realidad interior. No tengo recuerdos de mis propios sentimientos,
pensamientos o de mi personalidad; me cuentan
que era un niño alegre y hablador, bastante dado a largos discursos en la mesa,
pero yo no me recuerdo siendo así. Mi hijo, alegre y voluble, es tan divertido
que a veces lamento, pensando en él, su futura incapacidad para recordarse a sí
mismo.
Si pudiésemos ver nuestro yo infantil con mayor claridad, podríamos
tener una mejor percepción del curso y del carácter de nuestras existencias.
¿Somos a los cuatro años la misma persona que seremos a los veinticuatro,
cuarenta y cuatro o setenta y cuatro? ¿O cambiaremos sustancialmente con el
paso del tiempo? ¿Está todo ya hecho, o nuestras historias experimentarán giros
sorprendentes? Algunas personas sienten que han cambiado profundamente a lo
largo de los años, y el pasado les parece como un país extranjero,
caracterizado por costumbres, valores y gustos peculiares. (¡Ah, esos novios!
¡Esa música! ¡Aquellos trajes!) Pero otras personas atesoran un fuerte sentido
de conexión con su yo más joven, y para ellas el pasado sigue siendo una suerte
de hogar. Mi suegra, que vive cerca de la casa de sus padres y en el mismo
pueblo donde creció, insiste en que es la misma de siempre, y recuerda, con
renovada indignación, cuando cumplió seis añitos y le prometieron un poni que nunca
se le regaló. Su hermano opina, en cambio, lo contrario: él recuerda épocas distintas de
su vida, cada una con su propio elenco de actitudes, circunstancias y amigos.
"He pasado por muchas puertas", me dice. Yo también me siento así,
aunque la mayoría de la gente que me conoce bien afirma que he sido siempre la
misma persona.
Intenta recordar la vida como la vivías hace años, en un día
típico de otoño. Por aquel entonces, algunas cosas te importaban mucho (¿Una
novia? ¿Depeche Mode?), pero otras te resultaban indiferentes (¿Tus compromisos
políticos? ¿Tus hijos?). Ciertos acontecimientos claves -¿la universidad? ¿la
guerra? ¿el matrimonio? Alcohólicos Anónimos... aún no se habían producido en
tu vida. ¿El yo que recuerda se siente como tú o más bien como un extraño? ¿Te
parece que estás recordando el ayer o que estás leyendo una novela sobre un
personaje de ficción?
Si eres de los primeros, probablemente seas un continuador;
si las segundas, probablemente seas un segmentador. Es posible que prefieras
ser una cosa más que la otra, pero que te resulte difícil cambiar de
perspectiva. En el poema "El arco iris", William Wordsworth escribió
que "el niño es el padre del hombre", y ese lema se cita a menudo
como una verdad. Pero él formuló la idea como una aspiración -"Y podría
desear que mis días estuvieran / unidos cada uno a cada cual por una piedad
natural"-, un poco como si dijera que, aunque sería bonito que nuestra
infancia y nuestra edad adulta estuvieran conectadas como los extremos de un
arco iris, dicha conexión podría ser una ilusión dependiente de dónde nos
situemos. Una de las razones para ir a una reunión de antiguos alumnos de tu
instituto es sentirse como era uno mismo en el pasado: se reanudan las
amistades, resurgen las broma de entonces, se reavivan los viejos amores. Pero
el viaje en el tiempo cesa en cuanto
sales del gimnasio donde se celebra el encuentro. Resulta que uno sí ha
cambiado, después de todo.
Por otro lado, algunos queremos desconectar de nuestro
pasado; agobiados por lo que fuimos o enjaulados por lo que somos, deseamos
tener vidas múltiples. En la voluminosa novela autobiográfica Mi lucha,
Karl Ove Knausgaard, un hombre de mediana edad que espera ser mejor hoy que
cuando era joven, -se pregunta si tiene sentido utilizar el mismo nombre a lo
largo de toda una vida. Mirando una fotografía de sí mismo cuando era bebé, se
pregunta qué tiene que ver esa pequeña personita, con "los brazos y las
piernas abiertas, y la cara distorsionada en un grito", con el padre y
escritor de cuarenta años que es ahora, o con "el anciano gris y encorvado
que dentro de cuarenta años podría estar sentado babeando y temblando en una
residencia de la tercera edad". Podría ser mejor, nos sugiere, adoptar una serie de nombres
distintos: "El feto podría llamarse Jens Ove, por ejemplo; y el bebé Nils
Ove... el de diez a doce años: Geir Ove, y el de doce a diecisiete, Kurt Ove...
el de veintitrés a treinta y dos Tor Ove, el de treinta y dos a cuarenta y seis,
Karl Ove... y así sucesivamente". En un esquema así, "el primer
nombre representaría el carácter distintivo del rango de edad, el segundo
representaría la continuidad, y el último, la afiliación familiar".
Mi hijo se llama Peter. Me inquieta pensar que algún día
pueda llegar a ser tan diferente como para justificar un nuevo nombre. Pero él
aprende y crece cada día; ¿cómo no va a ser cada vez alguien nuevo? Tengo aspiraciones
combativas para con él: sigue creciendo; sigue siendo tú mismo. En cuanto a
cómo se verá a sí mismo, ¿quién lo sabe? El filósofo Galen Strawson cree que
algunas personas son simplemente más "episódicas" que otras; están
bien viviendo el día a día, sin tener en cuenta un arco argumental más amplio.
"Estoy en algún lugar hacia el extremo episódico de ese espectro",
escribe Strawson en un ensayo titulado The Sense of the Self (El sentido
del yo). "No tengo ningún sentido de mi vida como si fuese un relato formal,
y siento poco interés por mi propio pasado".
Tal vez Peter crezca como una persona episódica que vive el
momento, sin preocuparse de si su vida forma un todo o bien un conjunto de
partes. Aun así, no podrá escapar de las paradojas de la mutabilidad, que
tienen cierta forma de entretejerse en nuestras vidas. Pensando en algún
antiguo acto vergonzoso nuestro, nos decimos: "¡He cambiado!". (Pero,
¿es eso cierto?) Hartos de una amiga que está obsesionada con lo que pasó hace
tiempo, nos decimos: "Aquello era otra vida; ahora tú eres una persona
diferente". (¿Pero lo es ella?) Al convivir con nuestros amigos, cónyuges,
padres e hijos, nos preguntamos si son las mismas personas que siempre hemos
conocido, o si han vivido cambios que a nosotros, o a ellos, nos cuesta y les
cuesta ver. Incluso cuando trabajamos incansablemente para mejorar, nos damos
cuenta de que, vayamos donde vayamos, ahí estamos (en cuyo caso, ¿qué sentido
tiene?). Y, sin embargo, a veces recordamos nuestro yo anterior con una
sensación de asombro, como si recordásemos una vida pasada. Las vidas son
largas y difíciles de captar. ¿Qué podemos aprender al preguntarnos si siempre
hemos sido quienes somos?
La cuestión de nuestra continuidad tiene una vertiente
empírica que puede responderse científicamente. En los años setenta, mientras
trabajaba en la Universidad de Otago, en Nueva Zelanda, un psicólogo llamado
Phil Silva ayudó a poner en marcha un estudio con mil treinta y siete niños.
Los sujetos, todos los cuales vivían en la ciudad de Dunedin o en sus
alrededores, fueron estudiados a los tres años, y de nuevo cuando cumplieron
cinco años, siete, nueve, once, trece, quince, dieciocho, veintiuno,
veintiséis, treinta y dos, treinta y ocho y cuarenta y cinco años, por
investigadores que muchas veces entrevistaban no sólo a los sujetos sino
también a sus familiares y amigos. En 2020, cuatro psicólogos asociados al
estudio de Dunedin -Jay Belsky, Avshalom Caspi, Terrie E. Moffitt y Richie
Poulton- incorporaron lo aprendido hasta entonces en un libro titulado The
Origins of You: How Childhood Shapes Later Life [Tus orígenes.: cómo tu infancia moldea tu
futuro]. En él se recogen los resultados de algunos estudios relacionados llevados
a cabo en Estados Unidos y Reino Unido; y así se describe cómo han cambiado
unas cuatro mil personas a lo largo de las décadas.
John Stuart Mill escribió, en una ocasión, que una persona
joven es como "un árbol, que necesita crecer y desarrollarse por todos
lados, según la tendencia de las fuerzas internas que lo convierten en un ser
vivo". La imagen sugiere una extensión generalizada y un despliegue hacia
arriba, que ha de verse afectado por el suelo y el clima, y que podría ser
ayudado por un poco de poda juiciosa aquí y allá. Los autores de The Origins
of You ofrecen una metáfora más caótica: los seres humanos, nos dicen, son
como sistemas de tormentas. Cada tormenta individual posee su propio conjunto
de rasgos y su dinámica; mientras que su futuro depende de numerosos elementos
de la atmósfera y del paisaje. El destino de cualquier Harvey, Allison, Ike o
Katrina podría estar determinado, en parte, por "la presión atmosférica en
otro lugar" y por "el tiempo que el huracán pasa en el mar,
recogiendo humedad, antes de tocar tierra". Donald Trump, en 2014, le dijo
a un biógrafo que él era la misma persona a los sesenta años que había sido
cuando empezaba la escuela primaria. En su caso, escriben los investigadores,
la idea no es tan difícil de creer. Las tormentas, sin embargo, se ven moldeadas
por el mundo… y por otras tormentas; y sólo un sistema meteorológico ególatra
cree en su individualidad absoluta e inmutable.
Los esfuerzos por comprender el “clima” humano -para
demostrar, por ejemplo, que los niños que sufren abusos llevan la marca de esos
abusos cuando son adultos- son previsiblemente inexactos. Uno de los problemas
es que muchos estudios sobre el desarrollo son de naturaleza "retrospectiva":
los investigadores comienzan con la situación actual de las personas y luego
miran al pasado para averiguar cómo llegaron a ser así. Pero hay muchos
problemas que dificultan esos esfuerzos. Está la falibilidad de la memoria: la
gente suele tener dificultades para recordar incluso hechos básicos en lo que
vivieron décadas atrás. (Muchos padres, por ejemplo, no pueden recordar con
exactitud si a su hijo le diagnosticaron TDAH; la gente incluso tiene
problemas para recordar si sus padres eran malos o buenos). También existe el
problema del sesgo de inscripción. Un estudio retrospectivo de adultos con
ansiedad podría descubrir que muchos de ellos crecieron con padres divorciados,
pero ¿qué pasa con los muchos hijos de divorciados que no desarrollaron
ansiedad y que, por tanto, nunca se incluyeron en el estudio? Es difícil para
un estudio retrospectivo establecer la verdadera importancia de un solo factor.
El valor del proyecto Dunedin, por lo tanto, se deriva no sólo de su larga
duración, sino también del hecho de que es "prospectivo". Comenzó con
un millar de niños al azar, y sólo después identificó los cambios a medida que
iban surgiendo.
Trabajando de forma prospectiva, los investigadores de
Dunedin empezaron por clasificar a los niños de tres años. Se reunieron con los
niños durante noventa minutos cada uno, y los puntuaron en veintidós aspectos
de la personalidad: inquietud, impulsividad, voluntad, atención, amabilidad,
capacidad de comunicación, etc. A continuación, utilizaron los resultados para
identificar cinco tipos generales de niños. El 40% de los niños fueron
considerados "bien adaptados", con la mezcla habitual de rasgos de
personalidad infantil. Otra cuarta parte resultó ser "confiada", es
decir, más cómoda de lo habitual con los extraños y las situaciones nuevas. El
15% se mostró "reservado", o distante, al principio. Aproximadamente
uno de cada diez resultó "inhibido"; la misma proporción fue
identificada como "descontrolada". Los niños inhibidos eran
notablemente tímidos y excepcionalmente lentos para coger confianza; los
descontrolados eran impulsivos e intratables. Estas determinaciones de la
personalidad, a las que se llegó tras breves encuentros y por parte de
desconocidos, constituirían la base de medio siglo de trabajos posteriores.
A los dieciocho años, ciertos patrones se hacían visibles.
Aunque los niños seguros de sí mismos, reservados y bien adaptados seguían
siendo así, esas categorías estaban menos definidas. En cambio, los niños que
habían sido categorizados como inhibidos o como poco controlados se habían
mantenido más fieles a sí mismos. A los dieciocho años, los niños que habían
sido considerados inhibidos seguían un
poco apartados y eran "significativamente menos enérgicos y determinados
que los demás niños". Los chicos poco controlados, por su parte, "se
describían a sí mismos como buscadores de peligro e impulsivos", y eran
"los menos propensos de todos los adultos jóvenes a evitar situaciones
dañinas, excitantes y peligrosas o a comportarse de forma reflexiva, cautelosa,
cuidadosa o planificada." Los adolescentes de este último grupo tendían a
enfadarse más a menudo y a verse "como maltratados y víctimas".
Los investigadores vieron la oportunidad de racionalizar las
categorías. Agruparon al gran grupo de adolescentes que no parecían seguir un
camino fijo. Luego se centraron en dos grupos más pequeños que destacaban. Un
grupo se "aleja del mundo", abrazando un modo de vida que, aunque
puede ser perfectamente gratificante, también es discreto y circunspecto. Y
otro grupo, de tamaño similar, se "movilizaba contra el mundo". En
los años siguientes, los investigadores descubrieron que las personas de este
último grupo eran más propensas a ser despedidas de sus trabajos y a tener
problemas con el juego. Sus disposiciones eran duraderas.
Esa durabilidad se debe, en parte, al poder social del
temperamento, que, según escriben los autores, es "una máquina que diseña
otra máquina, que pasa a influir en el desarrollo". Esta segunda máquina
es el entorno social de una persona. Alguien que se mueve en contra del mundo
apartará a los demás, y tenderá a interpretar las acciones de los demás,
incluso las bienintencionadas, como un rechazo; esta retroalimentación social
negativa profundizará su postura de oposición. Mientras tanto, se dedicará a lo
que los psicólogos llaman "selección de nichos", es decir, a
favorecer las situaciones sociales que refuerzan su disposición. Una niña de último
dep primaria "bien adaptada" podría "esperar con ansias la
transición a la escuela secundaria"; cuando llegue allí, podría incluso
apuntarse a algunos clubes. Su amiga, la que se aleja del mundo, podría
preferir leer durante la pausa del almuerzo. Y su hermano, que se moviliza
contra el mundo -el grupo es ligeramente masculino- se sentirá más a gusto en
situaciones de peligro.
Los autores escriben que, a través de este tipo de
desarrollo personal, creamos vidas que nos hacen parecernos cada vez más a
nosotros mismos. Pero hay formas de salir del ciclo. Una forma de cambiar el
rumbo de las personas es a través de sus relaciones íntimas. El estudio de
Dunedin sugiere que, si alguien que tiende a movilizarse en contra del mundo se
casa con la persona adecuada, o encuentra el mentor adecuado, podría empezar a
moverse en una dirección más positiva. Su mundo se habrá convertido en una
cocreación más benéfica. Aunque gran parte de la historia esté escrita, siempre
es posible reescribirla.
El estudio de Dunedin nos dice mucho sobre la importancia de
las diferencias entre los niños a lo largo del tiempo. Pero ¿cuánto puede
revelar este tipo de trabajo sobre la cuestión más profunda y personal de
nuestra propia continuidad o mutabilidad? Eso depende de lo que queramos decir
cuando preguntamos quiénes somos. Al fin y al cabo, somos más que nuestras
disposiciones. Todos nosotros encajamos en cualquier número de categorías, pero
esas categorías no abarcan totalmente nuestras identidades.
Hay un sentido importante, en primer lugar, en el que “quién
eres” se halla determinado no por “cómo eres” sino por “lo que haces”. Imagina
a dos hermanos que crecen compartiendo dormitorio y que tienen personalidades
similares: inteligentes, duros, dominantes y ambiciosos. Uno llega a ser
senador del Estado y presidente de la universidad, mientras que el otro se
convierte en un jefe de la mafia. ¿Sus temperamentos paralelos los convierten
en personas similares? Quienes han seguido las historias de William Bulger y
James (Whitey) Bulger -los hermanos de Boston que dirigieron el Senado de
Massachusetts y el hampa, respectivamente- sugieren a veces que eran más
parecidos que diferentes. ("Ambos son muy duros en sus respectivos
campos", observó un biógrafo). Pero haríamos bien en ser escépticos ante
tal perspectiva, porque requiere dejar de lado las sustancias salvajemente
diferentes de las vidas de los hermanos. En las puertas del cielo, nadie los
confundirá.
Los hermanos Bulger son extraordinarios; pocos llegamos a
tanto bueno o a tanto malo. Pero todos hacemos cosas sorprendentes que
importan. En 1964, el director Michael Apted ayudó a realizar Seven Up!,
el primero de una serie de documentales en el que se visitaría al mismo grupo
de una docena de británicos cada siete años, a partir de los siete años; Apted
imaginó el proyecto -que se actualizó más recientemente en 2019, con 63 Up-
como una investigación socioeconómica "sobre estos niños que lo tienen
todo, y estos otros niños que no tienen nada." Pero, a medida que la serie
ha ido avanzando, el caos de la individualidad ha ido invadiendo la claridad de
la categorización. Uno de los participantes se ha convertido en ministro laico
y se ha dedicado a la política; otro ha empezado a ayudar a huérfanos en
Bulgaria; otros han hecho teatro aficionado, han estudiado la fusión nuclear o
han creado conjuntos de rock. Uno se convirtió en documentalista y dejó el
proyecto. La vida real, incontenible en sus particularidades, ha superado las
intenciones esquemáticas de los cineastas.
Incluso elementos aparentemente sin importancia o triviales
pueden contribuir a lo que somos. A finales de este verano, asistí a una reunión
familiar con mi padre y mi tío. Mientras estábamos sentados en una mesa
exterior, charlando, nuestra conversación giró en torno a Star Trek, la
serie de televisión de ciencia ficción que se estrenó en 1966. Mi padre y mi
tío han visto varias encarnaciones de la serie desde su infancia, y mi padre,
en particular, es un auténtico fan de ella. Mientras la fiesta transcurría a
nuestro alrededor, todos recitábamos de memoria el monólogo inicial de la
versión original: "El espacio: la última frontera. Estos son los viajes de
la nave estelar Enterprise..."- y nos aplaudimos a nosotros mismos por
nuestra interpretación. Star Trek es una línea que atraviesa la vida de
mi padre. Tendemos a restar importancia a este tipo de manías y entusiasmos,
pero son importantes para lo que somos. Cuando Leopold Bloom, el protagonista
del Ulises de James Joyce, pasea por un cementerio de Dublín, no le
impresionan las inscripciones genéricas de las lápidas, y piensa que deberían
ser más específicas. "Fulano de tal, carretero", imagina Bloom, o, en
una lápida grabada con el dibujo de una cacerola: "Cociné un buen guiso
irlandés". Cuando se nos pide que nos describamos a nosotros mismos, tendemos
a hablar en términos generales, pues los detalles de nuestras vidas nos
resultan en cierto modo embarazosos. Pero un amigo que pronuncie un panegírico
haría bien en señalar que tocamos la guitarra, coleccionamos teléfonos antiguos
y amamos a Agatha Christie y a los Mets. Cada conjunto de detalles es como una
huella digital. Algunos hemos tenido las mismas huellas a lo largo de nuestra
vida; otros han tenido varios conjuntos de estas.
Centrarnos en la actualidad de nuestras vidas puede desmentir
las propias intuiciones sobre nuestra propia continuidad o capacidad de cambio.
Galen Strawson, el filósofo que dice tener poco sentido de su vida "como
una narración", es más conocido por los argumentos que ha presentado
contra las ideas del libre albedrío y la responsabilidad moral; sostiene que no
disponemos de un libre albedrío y que no somos responsables en última instancia
de lo que hacemos. Pero su padre, Peter Strawson, también era filósofo, y fue
famoso, entre otras cosas, por defender esos conceptos. Galen Strawson puede
asegurar que, desde una perspectiva en primera persona, su vida parece
"episódica". Sin embargo, desde la perspectiva en tercera persona de
un biógrafo imaginario, forma parte de un largo arco argumental que se extiende
a lo largo de varias vidas. Podemos sentirnos discontinuos por dentro pero ser
continuos por fuera, y viceversa. Ese tipo de divergencia puede ser simplemente
inevitable. Cada vida puede verse probablemente desde dos ángulos.
Conozco a dos Tim, y tienen intuiciones opuestas sobre sus
propias continuidades. El primer Tim, mi suegro, está seguro de que ha tenido
la misma personalidad jovial desde los dos hasta los setenta y dos años.
También ha tenido los mismos intereses -la lectura, la Segunda Guerra Mundial,
Irlanda, el Salvaje Oeste, el equipo de los Yankees- durante la mayor parte de
su vida. Es una de las personas más coherentes que conozco.
El segundo Tim, mi amigo del instituto, ve su vida como
radicalmente discontinua, y con razón. Cuando le conocí, estaba tan delgado que
le rechazaron en una campaña de donación de sangre por su poco peso; acosado y
objeto de empujones por niños más grandotes, se consolaba con la idea de que
sus padres fueron tardíos en su
crecimiento. A sus amigos les parecía una idea descabellada. Pero después del
instituto, Tim se transformó repentinamente en un hombre imponente con un
físico de héroe de acción. Estudió física y filosofía en la universidad, y
luego trabajó en un laboratorio de neurociencia antes de convertirse en oficial
de los Marines y servir en Irak; entró
en el mundo de las finanzas, pero desde entonces lo ha dejado para estudiar
informática.
"He cambiado más que la mayoría de la gente que
conozco", me dijo Tim. Compartió un vívido recuerdo de una conversación
que tuvo con su madre, mientras estaban sentados en el coche a la salida de un
taller mecánico: "Tenía trece años y estábamos hablando de cómo cambia la
gente. Y mi madre, que es psiquiatra, me dijo que la gente suele dejar de
cambiar mucho cuando llega a la treintena. Empiezan a aceptar lo que son, y a
vivir con ellos mismos tal y como son. Y, tal vez porque yo era una persona
infeliz y enojada en ese momento, encontré esa idea ofensiva. Y juré entonces
que nunca dejaría de cambiar. Y no he dejado de hacerlo".
¿Los dos Tim tienen ante sí la imagen completa de lo que son?
Conozco a mi suegro desde hace sólo veinte de sus setenta y dos años, pero
incluso en este tiempo ha cambiado bastante, volviéndose más paciente y
comprensivo; por lo que se ve, la vida que llevaba antes de conocerle también
tenía sus propios capítulos aparte. Y hay un sentido fundamental en el que mi
amigo del instituto no ha cambiado. Desde que le conozco, ha estado
comprometido con la idea de ser diferente. Para él, la verdadera transformación
sería el asentarse; el cambio interminable es una especie de coherencia.
Galen Strawson señala que hay una amplia gama de formas en
que las personas pueden relacionarse con el tiempo a lo largo de sus vidas.
"Algunas personas viven en modo narrativo", escribe, y otras no
tienen "ninguna tendencia a ver su vida como si constituyera un relato o
un desarrollo". Pero no se trata sólo de ser un continuador o un segmentador.
Algunas personas viven episódicamente como una forma de "disciplina
espiritual", mientras que otras "simplemente no tienen rumbo".
El presentismo puede "ser una respuesta a la indigencia económica -una
devastadora falta de oportunidades-, o bien
una gran riqueza". Continúa diciendo: hay indolentes, vagabundos, despreocupados
lirios del campo, místicos y personas que trabajan duro en el momento presente.
. . . Algunas personas son creativas aunque carezcan de ambición o de objetivos
a largo plazo, y saltan de una pequeña cosa a la siguiente, o producen grandes
obras sin planearlo, por accidente o por acumulación. Algunas personas son muy
coherentes en su carácter, lo sepan o no, con una forma de constancia que puede
sustentar la experiencia de la continuidad del yo. Otras son consistentes en su
inconsistencia, y se sienten continuamente desconcertadas y fragmentadas.
Las historias que nos contamos a nosotros mismos sobre si
hemos cambiado están destinadas a ser más simples que la esquiva realidad. Pero
eso no quiere decir que sean inútiles. La historia de mi amigo Tim, que jura
que cambia siempre, muestra cómo esas historias pueden estar cargadas de valor.
Percibir la inmovilidad o la segmentación es casi una cuestión ideológica. Ser
cambiante es ser imprevisible y libre; es ser no sólo el protagonista de la
historia de tu vida sino el autor de su trama. En algunos casos, significa
abrazar un drama de vulnerabilidad, decisión y transformación; también puede
implicar una negativa a aceptar la finitud, que es la otra cara de la
individualidad.
La perspectiva alternativa -el que siempre hayas sido quien
eres- también entraña valores. James Fenton recoge algunos de ellos en su poema
"El ideal":
Un yo es un yo.
No es una pantalla.
Una persona debe respetar
lo que ha sido.
Este es mi pasado
Que no desecharé.
Este es el ideal.
Esto es lo difícil.
Desde este punto de vista, la vida es plena y variable, y
todos pasamos por aventuras que pueden cambiar lo que somos. Pero lo que más
importa es que la hemos vivido. El mismo yo, aunque alterado, lo absorbió todo
y todo lo hizo. Esta perspectiva también implica una declaración de independencia:
independencia no del propio yo frente al pasado ni de las circunstancias, sino
del poder de las circunstancias y de las elecciones que hacemos para dar
sentido a nuestras vidas. Los segmentadores cuentan la historia de cómo han
renovado sus casas, convirtiéndose en arquitectos durante el propio proceso.
Los continuadores cuentan la historia de una propiedad augusta que seguirá
siendo ella misma independientemente de lo que se construya. Por muy diferentes
que parezcan esos dos puntos de vista, tienen mucho en común. Entre otras
cosas, nos ayudan en nuestro autodesarrollo. Al comprometerse con una vida de
cambios, mi amigo Tim podría haberla acelerado. Al concentrarse en su
persistencia de carácter, mi suegro puede haber alimentado y refinado su mejor
yo.
El paso del tiempo casi exige que contemos una especie de
historia: hay ciertas formas que no podemos evitar cambiar a lo largo de la
vida, y debemos responder ante ellas. Los cuerpos jóvenes difieren de los
viejos; las posibilidades se multiplican en nuestras primeras décadas, y más
tarde se desvanecen. Cuando tenías diecisiete años, practicabas el piano
durante una hora cada día, y te enamoraste por primera vez; ahora pagas los
cargos de tus tarjetas de crédito y ves Amazon Prime. Decir que hoy eres la
misma persona que hace décadas es absurdo. Una historia que segmenta
limpiamente tu pasado en capítulos también puede ser artificial. Y, sin
embargo, hay valor en querer imponer orden al caos. No es sólo una cuestión de
calmarse uno mismo: el futuro se cierne sobre nosotros y debemos decidir cómo
actuar en función del pasado. No se puede continuar una historia sin escribirla
primero.
Aferrarse al único relato de su propia mutabilidad puede ser
limitante. Las historias que hemos contado pueden resultar demasiado estrechas
para nuestras necesidades. En el libro Life is Hard (La vida es dura), el filósofo Kieran Setiya
argumenta que ciertos desafíos vigorosos -la soledad, el fracaso, la mala
salud, el dolor, etc.- son esencialmente inevitables; mientras que tendemos a
que se nos eduque en una tradición ampliamente redentora que "nos insta a
centrarnos en lo mejor de la vida". Una de las ventajas de afirmar que
siempre hemos sido quienes somos es que ello nos ayuda a pasar por alto los
acontecimientos perturbadores que han trastornado nuestras vidas. Pero es
bueno, como muestra el libro, reconocer las experiencias duras y preguntarse
cómo nos han ayudado a ser más fuertes, más amables y más sabios. En términos
más generales, si durante mucho tiempo has respondido a la cuestión de la
continuidad de una cierta manera, podrías intentar responderla de otra. Para
variar, considérate que eres más o menos continuo de lo que suponías. Averigua
qué revela esta nueva perspectiva.
Los actos de autonarración tienen una cualidad recursiva. Me
cuento una historia sobre mí mismo para sincronizarme con la historia que estoy
contando; luego, inevitablemente, reviso la historia a medida que voy
cambiando. El largo trabajo de revisión puede ser en sí mismo una fuente de
continuidad en nuestras vidas. Uno de los participantes en la serie Up
le dice a Apted: "He tardado prácticamente sesenta años en comprender
quién soy". Martin Heidegger, filósofo alemán a menudo impenetrable,
sostenía que lo que distingue a los seres humanos es nuestra capacidad de
"tomar posición" sobre lo que somos y quiénes somos; de hecho, no
tenemos más remedio que hacernos preguntas incesantes acerca de lo que
significa existir, y lo que todo ello supone. Preguntar y ensayar respuestas es
tan fundamental para nuestra personalidad como lo es el crecimiento de un
árbol.
Recientemente, mi hijo ha empezado a entender que está cambiando.
Se ha dado cuenta de que ya no cabe en su camisa favorita, y me enseña cómo
duerme un poco en diagonal en su camita de niño. Le han pillado paseando por la
casa con unas tijeras de verdad. "Ya soy un niño grande y puedo
usarlas", dice. Al pasar por uno de los lugares favoritos de la playa, me
dice: "¿Recuerdas cuando jugábamos con camiones aquí? Me encantaba
entonces". A estas alturas, ya ha tenido varios nombres diferentes: le
llamamos "pequeñín" después de nacer, y ahora le llamo "Señor
Hombre". La comprensión de su propio crecimiento es un paso en su
crecimiento, y es, cada vez más, un ser doble: un árbol y una vid. Mientras el
árbol crece, la enredadera se enrosca, encontrando nuevos asideros en la forma
que lo sostiene. Es un proceso que continuará durante toda su vida. Cambiamos,
y cambiamos nuestra visión de ese cambio, mientras vivimos.
Joshua Rothman
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