martes, 24 de agosto de 2021

20 años sí es nada



Cuartel General del Partido Laborista. 
[Fantasma de Tony Blair]: "¡¡Me aseguraré de que nadie os vote NUNCA JAMÁS...!!", por White.


Así habló Blair el último líder de la izquierda que pudo reinar sobre la lamentable debacle (de lo que queda) de Occidente en Afganistán.

Aquí en V.O.




Aquí en una tradu exprés:

"Por qué no debemos abandonar al pueblo de Afganistán: por su bien y el  nuestro


El abandono de Afganistán y de su pueblo es trágico, peligroso, innecesario y no redunda ni en su interés ni en el nuestro. Tras la decisión de entregar Afganistán al mismo grupo del que surgió la matanza del 11-S, y de una forma que parece casi diseñada para hacer alarde de nuestra humillación, la pregunta que se plantean tanto los aliados como sus enemigos es: ¿acaso ha perdido Occidente su voluntad estratégica? Es decir: ¿es capaz de aprender de la experiencia, de pensar estratégicamente, de definir sus intereses estratégicamente y de comprometerse sobre esa base? ¿Es el largo plazo un concepto que todavía somos capaces de comprender? ¿Es la naturaleza de nuestra política incompatible con la afirmación de nuestro tradicional papel de liderazgo mundial? Y... ¿nos importa todo esto?

Como líder de nuestro país cuando tomamos la decisión de unirnos a Estados Unidos para desalojar a los talibanes del poder —y yo mismo vi cómo las grandes esperanzas que teníamos de lo que podíamos conseguir para la gente y el mundo se iban hundiendo bajo el peso de la tan amarga realidad—, sé mejor que la mayoría de la gente cuán difíciles son las decisiones de liderazgo, y lo fácil que resulta ser crítico y lo difícil que es ser constructivo.

Hace casi 20 años, tras la matanza de 3 000 personas en suelo estadounidense el 11 de septiembre de 2001, el mundo estaba en convulsión. Los atentados fueron organizados desde Afganistán por Al Qaeda, un grupo terrorista islamista que contaba con la protección y la ayuda de los talibanes. Ahora tendemos a olvidarlo, pero el mundo giraba sobre dicho eje. Temíamos más atentados, y posiblemente peores. A los talibanes se les dio un ultimátum: o entregaban  a los dirigentes de Al Qaeda, o bien serían apartados del poder para que Afganistán no pudiera servir de base para realizar nuevos atentados. Se negaron a entregarnos a los líderes de Al Qaeda. Pensamos que no había opción más segura para nuestra seguridad que cumplir nuestra palabra.

Mantuvimos la visión respaldada por un compromiso sustancial de hacer que Afganistán pasase de ser un estado terrorista fallido a una democracia funcional en vías de recuperación. Puede que fuera una ambición equivocada, pero no era innoble. No cabe duda de que en los años siguientes cometimos errores, algunos de ellos graves. Pero la reacción a nuestros errores ha sido, por desgracia,  cometer más errores todavía. Hoy nos encontramos en un contexto que parece considerar la llegada de la democracia como una utopía, y la intervención, prácticamente de cualquier tipo, una locura.

El mundo no está seguro de cuál es la posición de Occidente porque es muy obvio que la decisión de retirarse de Afganistán de esta manera no ha sido impulsada por la gran estrategia sino por la política.

No es que necesitáramos hacerlo. Elegimos hacerlo. Lo hicimos obedeciendo un estúpido eslogan político sobre el fin de "las guerras eternas", como si nuestro compromiso en 2021 fuera remotamente comparable a nuestro compromiso de hace 20 o incluso 10 años, y en circunstancias en las que el número de tropas se había reducido al mínimo y ningún soldado aliado había perdido la vida en combate durante los últimos 18 meses.

Lo hicimos sabiendo que, aunque muy imperfectos  e inmensamente frágiles, se habían producido reales avances en los últimos 20 años. Y quien lo ponga en duda, sólo tiene que leer los desgarradores lamentos de todos los sectores de la sociedad afgana acerca de lo que temen que van a perder ahora. Mejoras en el nivel de vida, en la educación, especialmente para las niñas, mejoras en libertad: ni de lejos lo que esperábamos o queríamos, pero tampoco puede decirse que todo esto haya sido nada. Ha sido algo que vale la pena defender, algo que vale la pena proteger.

Lo hicimos cuando los sacrificios de nuestras tropas convirtieron esos frágiles logros en nuestro deber.

Lo hicimos cuando el acuerdo de febrero de 2020 en sí mismo repleto de concesiones a los talibanes, y  por el que Estados Unidos se comprometía a retirarse si los talibanes negociaban un gobierno de amplia base y además protegían a los civiles había sido violado diariamente y con escarnio.

Lo hicimos mientras todos los grupos yihadistas del mundo iban vitoreando sus eslóganes.

Rusia, China e Irán lo han visto y se aprovecharán. Cualquiera que obtenga compromisos de los líderes occidentales los considerará y es comprensible de muy poco fiar.

Lo hicimos porque nuestra política parecía exigirlo. Y esa es la preocupación de nuestros aliados y motivo de regocijo de quienes nos desean lo peor.

Creen que la política occidental está rota.

Por eso, no es de extrañar que amigos y enemigos se pregunten: ¿es este un momento en el que Occidente está en un retroceso histórico?

No puedo creer que vivamos tal retroceso, pero vamos a tener que ofrecer una demostración tangible de que no estamos en dicho retroceso.

Esto exige una respuesta inmediata respecto a Afganistán. Y luego una articulación mesurada y clara de cuál es nuestra posición en el futuro.

Debemos evacuar y dar refugio a aquellos respecto de los que tenemos responsabilidad: los afganos que nos ayudaron, nos apoyaron y que tienen derecho a exigir que les apoyemos. No deben repetirse los plazos arbitrarios. Tenemos la obligación moral de seguir adelante hasta que todos los que lo necesiten sean evacuados. Y debemos hacerlo no a regañadientes, sino por un profundo sentido de humanidad y de responsabilidad.

A continuación, debemos elaborar un instrumento para tratar con los talibanes y ejercer la máxima presión sobre ellos. Esto no es tan vacuo como parece.

 Hemos renunciado a gran parte de nuestra influencia, pero conservamos aún una parte de ella. Los talibanes se enfrentarán a decisiones muy difíciles y, probablemente, se dividirán profundamente a causa de ellas. El país, sus finanzas y la mano de obra del sector público dependen en gran medida de la ayuda, especialmente, de Estados Unidos, Japón, Reino Unido y otros. La edad media de la población es de 18 años. La mayoría de los afganos han conocido la libertad y no el régimen talibán. No todos se conformarán en silencio. 

Reino Unido, como actual presidente del G-7, debería convocar un Grupo de Contacto del G-7 y otras naciones clave, y comprometerse a coordinar la ayuda al pueblo afgano y a exigir responsabilidades al nuevo régimen. La OTAN que ha mantenido 8.000 tropas presentes en Afganistán junto a Estados Unidos y Europa deberían cooperar plenamente en el marco de este organismo.

Tenemos que elaborar una lista de incentivos, sanciones y acciones que podamos llevar a cabo, incluyendo la protección de la población civil para que los talibanes entiendan que sus acciones tendrán consecuencias.

Esto es urgente. El desorden de las últimas semanas debe ser sustituido por algo parecido a la coherencia, y por un plan que sea creíble y realista. 

Pero luego debemos responder a la pregunta fundamental: ¿cuáles son nuestros intereses estratégicos, y estamos dispuestos a seguir comprometiéndonos para defenderlos?

Comparen la posición occidental con la del presidente Putin. Cuando la Primavera Árabe convulsionó Oriente Medio y el norte de África, derribando un régimen tras otro, él percibió que los intereses de Rusia estaban en juego. En particular, en Siria: creía que Rusia necesitaba que Asad permaneciera en el poder. Mientras Occidente dudaba y finalmente generaba el peor de los mundos negarse a negociar con Asad, pero no hacer nada para destituirlo, incluso cuando utilizaba armas químicas contra su propio pueblo—, Putin se comprometió. Ha pasado diez años de su claro compromiso. Y aunque él estaba interviniendo para apuntalar una dictadura y nosotros para suprimirla, él, junto con los iraníes, consolidó su objetivo. Del mismo modo, aunque eliminamos el Gobierno de Gadafi en Libia, es Rusia, y no nosotros, quien tiene influencia en el futuro de este país.

Afganistán fue difícil de gobernar durante los 20 años que estuvimos allí. Y, por supuesto, hubo errores y equivocaciones de cálculo. Pero no debimos engañarnos pensando que no iba a ser muy duro, toda vez que sabíamos que había una insurgencia interna que se asociaba con el apoyo exterior en este caso, Pakistán para desestabilizar el país y frustrar su progreso.

El ejército afgano no aguantó una vez que se canceló el apoyo estadounidense, pero 60.000 soldados afganos dieron sus vidas, y cualquier ejército hubiese sufrido un colapso moral cuando el apoyo aéreo eficaz, vital para las tropas en el campo, desaparece de la noche a la mañana con esta retirada.

Había una corrupción endémica en el Gobierno, pero también hubo gente buena que hizo un buen trabajo en beneficio del pueblo.

Lean el excelente resumen de lo que hicimos bien y mal del general Petraeus, en su entrevista al New Yorker.

A menudo se desvanecieron nuestras esperanzas, pero nunca fue provocó desesperación.

A pesar de todo, si la cosa importaba estratégicamente, merecía la pena perseverar, siempre que el coste no fuera desmesurado, y aquí no lo fue. 

Si  importa la cosa, hay que poder pasar por el dolor. Incluso cuando estás justamente desanimado, no puedes perder el ánimo por completo. Tus amigos tienen que sentirlo y tus enemigos tienen que saberlo.

"Si importa la cosa...".

Pero entonces: ¿acaso importa? ¿Lo que ocurre en Afganistán forma parte de un contexto que afecta a nuestros intereses estratégicos y los compromete profundamente?

Algunos dirán que no. No hemos sufrido otro atentado de la magnitud del 11-S, aunque nadie sabe si eso se debe a lo que hicimos después del 11-S, o a pesar de ello. Se podría decir que el terrorismo sigue siendo una amenaza, pero no es algo que ocupe los pensamientos de muchos de nuestros ciudadanos, y, ciertamente, no en el grado en que ocurrió en los años posteriores al 11-S.

Se podría considerar que los distintos elementos del yihadismo están descoordinados, tienen sus propias causas locales y se pueden contener con la mera inteligencia moderna.

Y yo seguiría sosteniendo que, incluso si esto puede llegar a ser cierto, y la acción de eliminar a los talibanes en noviembre de 2001 hubiera sido innecesaria, la decisión actual de retirarse ha sido errónea. Pero esto no lo convertiría en un punto de inflexión en términos de geopolítica.

Pero permítanme exponer la posibilidad alternativa: que los talibanes formen parte de un contexto más amplio que debería preocuparnos estratégicamente.

El atentado del 11-S irrumpió en nuestra conciencia por su gravedad y horror. Pero la motivación para que sucediera semejante atrocidad surgió de una ideología que lleva muchos años desarrollándose. La llamaré el "Islam radical" a falta de un término mejor. Como muestra un trabajo de investigación que publicará en breve mi Instituto, esta ideología, en diferentes formas y con distintos grados de extremismo, lleva casi 100 años de gestación.

Su esencia es la creencia de que el pueblo musulmán no es respetado y sufre agravios porque está oprimido por poderes exteriores y por sus propios dirigentes corruptos, y que la respuesta está en que el Islam vuelva a sus raíces, creando un Estado basado no en las naciones sino en la religión, con una sociedad y una política regidas por una visión estricta y fundamentalista del Islam.

Se trata de la conversión de la religión musulmana en una ideología política y, necesariamente, excluyente y extrema, porque en un mundo multiconfesional y multicultural, ésta sostiene que sólo hay una fe verdadera y que todos debemos ajustarnos a ella.

En las últimas décadas, y mucho antes del 11-S, esta idea fue ganando fuerza. La revolución islámica iraní de 1979, y su eco en el asalto fallido a la Gran Mezquita de La Meca a finales de ese año, impulsaron masivamente a las fuerzas de este tipo de radicalismo. Los Hermanos Musulmanes se convirtieron en un movimiento importante. La invasión soviética de Afganistán hizo surgir el yihadismo.

Con el tiempo han aparecido otros grupos: Boko Haram, al-Shabab, al-Qaeda, ISIS y muchos más.

Algunos son violentos. Otros, no. A veces luchan entre sí. Pero otras veces, como con Irán y Al Qaeda, cooperan. Pero todos suscriben elementos básicos de la misma ideología.

En la actualidad, se está produciendo un amplio proceso de desestabilización en el Sahel, el grupo de países del norte del África subsahariana. Esta será la próxima ola de extremismo e inmigración que inevitablemente llegará a Europa.

Mi Instituto trabaja en muchos países africanos. Apenas hay un presidente que yo conozca que no piense que esto es un gran problema para ellos y para algunos se está convirtiendo en EL problema.

Irán utiliza intermediarios como Hezbolá para socavar a los países árabes moderados de Oriente Medio. Líbano está al borde del colapso.

Turquía se moviliza cada vez más en la senda islamista estos últimos años.

En Occidente, tenemos sectores de nuestras propias comunidades musulmanas radicalizadas.

Incluso naciones musulmanas más moderadas, como Indonesia y Malasia, han visto cómo su política se ha vuelto más islámica en la práctica y en el discurso.

No hay más que observar al primer ministro de Pakistán felicitando a los talibanes por su "victoria" para ver que, aunque, por supuesto, muchos de los que propugnan el islamismo se oponen a la violencia, comparten características ideológicas con muchos de los que la utilizan y una visión del mundo que presenta constantemente al Islam como asediado por Occidente.

El islamismo es un reto estructural a largo plazo porque es una ideología totalmente incompatible con las sociedades modernas basadas en la tolerancia y el gobierno laico.

Sin embargo, los responsables políticos occidentales ni siquiera se ponen de acuerdo para llamarlo "islamismo radical". Preferimos identificarlo como un conjunto de desafíos desconectados, cada uno de los cuales debe ser tratado por separado.

Si lo definiéramos como un reto estratégico, y lo viéramos en su conjunto, y no por partes, nunca habríamos tomado la decisión de retirarnos de Afganistán.

Tenemos una visión equivocada en relación al Islam radical. En el caso del comunismo revolucionario, lo reconocimos como una amenaza de carácter estratégico, que nos obligaba a arrostrarlo tanto ideológicamente como con medidas de seguridad. Esto duró más de 70 años. Durante todo ese tiempo, nunca se nos habría ocurrido decir: "Bueno, llevamos mucho tiempo en esto, deberíamos rendirnos".

Sabíamos que debíamos tener la voluntad, la capacidad y la fuerza de resistencia para seguir adelante. Había diferentes escenarios de conflicto y compromiso, diferentes dimensiones, diferentes grados de ansiedad a medida que la amenaza fluía.

Pero entendimos que era una amenaza real y nos asociamos entre las naciones y los partidos para enfrentarnos a ella.

Esto es lo que tenemos que decidir ahora con el Islam radical. ¿Es una amenaza estratégica? Si es así, ¿cómo pueden coordinarse los que se oponen a ella, incluso dentro del Islam, para derrotarlo?

Hemos aprendido los peligros de la intervención por la forma en que intervenimos en Afganistán, en Irak y, de hecho, en Libia. Pero la no intervención también es una política con consecuencias.

Lo que resulta absurdo es creer que hay que elegir entre lo que hicimos en la primera década después del 11-S y el retroceso al que asistimos ahora: tratar nuestra intervención militar a gran escala de noviembre de 2001 como siendo de la misma naturaleza que la misión de seguridad y apoyo en Afganistán de los últimos tiempos.  

La intervención puede adoptar muchas formas. Tenemos que hacerlo aprendiendo las lecciones adecuadas de los últimos 20 años en función no de nuestra política a corto plazo, sino de nuestros intereses estratégicos a largo plazo.

Pero la intervención requiere un compromiso. No un tiempo limitado por los calendarios políticos, sino la supeditación a unos objetivos.

Para Reino Unido y Estados Unidos, estas cuestiones son cruciales. La ausencia de consenso y de colaboración transversal y la profunda politización de las cuestiones de política exterior y de seguridad están atrofiando visiblemente el poder de EE.UU. Y en lo tocante a Reino Unido, que está fuera de Europa, y padece el fin de la misión en Afganistán por parte de nuestro mayor aliado (con poca o ninguna consulta previa), tenemos que hacer una seria reflexión. Todavía no lo vemos, pero corremos el riesgo de ser relegados a la segunda división de las potencias mundiales. Tal vez no nos importe. Pero al menos deberíamos tomar la decisión a sabiendas.

Hay, por supuesto, muchas otras cuestiones importantes de geopolítica: Covid-19, el clima, el ascenso de China, la pobreza, la enfermedad y el desarrollo.

Pero a veces un tema llega a significar algo no sólo por sí mismo sino como una metáfora, como una pista del estado de las cosas y del estado de los pueblos.

Si Occidente quiere dar forma al siglo XXI, tendrá que comprometerse. A las buenas y a las malas. Tanto en lo difícil como en lo fácil. Asegurando la confianza de los aliados y provocando la cautela de los adversarios. Acumular una reputación de constancia y respeto por el plan que tenemos y la habilidad en su aplicación.

Requiere que sectores de la Derecha política comprendan que el aislamiento en un mundo interconectado es contraproducente, y que sectores de la Izquierda acepten que la intervención puede ser a veces necesaria para defender nuestros valores.

Requiere que aprendamos las lecciones de los 20 años transcurridos desde el 11-S con un espíritu de humildad y el intercambio respetuoso de diferentes puntos de vista, pero también con un sentido de redescubrimiento de que en Occidente representamos valores e intereses de los que vale la pena estar orgullosos y que hay que defender.

Y que el compromiso con esos valores e intereses debe definir nuestra política, y no que nuestra política defina nuestro compromiso.

Esta es la gran cuestión estratégica que plantean estos últimos días de caos en Afganistán. Y de nuestra respuesta dependerá la visión que el mundo tenga de nosotros y nuestra visión de nosotros mismos."


The End