Entrevista deliciosa a la hija de Raymond Aron.
Aquí en V.O.
Aquí en un tradu exprés:
Dominique Schnapper, socióloga e hija de Raymond Aron: "La forma en que se habló de mi padre con desprecio sigue siendo una herida"
ENTREVISTADA por Solenn de Royer. [Autora de un libro reciente sobre la relación secreta entre François Mitterrand y una mujer 50 años más joven que él durante los últimos ocho años de la vida del presidente francés. Aquí.]
"No habría llegado hasta aquí si..." Cada semana, Le Monde entrevista a una personalidad sobre un momento decisivo de su vida. Dominique Schnapper, referente en sociología, habla de la influencia tranquilizadora de su marido.
Directora de estudios en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS), Dominique Schnapper -hija de Raymond Aron (1905-1983), ardiente defensor del liberalismo- es una de las grandes figuras de la sociología francesa. Su trabajo se centra en la evolución de la democracia y la condición judía, el laicismo y la ciudadanía. Fue la primera socióloga en ser nombrada miembro del Consejo Constitucional, de 2001 a 2010. A sus 87 años, preside desde 2018 el Conseil des sages de la laïcité. (Consejo de sabios sobre la laicidad).-
-No habría llegado hasta aquí si...
-... si, en 1957, no hubiera decidido completar mi
licenciatura en historia y geografía con un certificado en geografía, en la
Sorbona. Allí conocí a un pelirrojo con gafas gruesas, al que rápidamente
encontré muy inteligente pero insoportable, y con el que me casé doce meses
después. Fue la decisión más importante de mi vida, la que tuvo más
consecuencias y sin la cual no sería lo que soy.
-Porque la vida había sido un poco dura antes. No sabía
realmente lo que quería, ni lo que era importante y lo que no. Tenía
facilidades pero no me había encontrado a mí misma. Mi marido, Antoine [Antoine
Schnapper, historiador del arte, 1933-2004], en cambio, se encontró muy joven.
Su padre había sido deportado, su madre era bipolar. Se construyó a sí mismo sin ayudas. Cuando nos conocimos, ya era extraordinariamente asertivo en su
personalidad y en sus decisiones. Al no poder asistir a Normale-Sup [escuela de élite de la administración francesa para formar a cuadros y altos funcionarios] a causa
de la tuberculosis, se dedicó a la historia del arte. Básicamente, me ayudó a
encontrar lo esencial.
-Trabajo y amor, la definición de Freud de un hombre normal.
Pero también el compromiso total, que da sentido. Todo lo demás es secundario.
Antoine nunca hizo la más mínima concesión a la vida mundana, a las ambiciones
sociales. Él estableció los términos de nuestra vida muy pronto.
-Nací el 9 de noviembre de 1934 en una familia de clase media
de origen judío. Todavía me resulta difícil hablar de mi padre. Raymond Aron
estaba muy ocupado con su trabajo y su lucha. Se pasó la vida intentando
compensar el fracaso de su propio padre, un hombre amable pero débil, que se
había arruinado con la crisis de 1929. Mi madre daba clases antes de la guerra
y luego ejerció como secretaria de mi padre. Yo no era el centro del mundo,
pero teníamos una estrecha relación. Mi padre tuvo años muy difíciles: entre
1945 y 1956 perdió a todos sus amigos. En los años 30, había desarrollado una
gran amistad con Sartre, Malraux, todos unidos en la lucha contra el fascismo.
Pero después de la guerra, los antifascistas no se convirtieron en
antisoviéticos y mi padre fue muy atacado. Sufrió enormemente de esta soledad
intelectual y política. A pesar de las apariencias, era un hombre frágil, que
escondía su sensibilidad bajo el control y la razón. Mi madre me apoyó mucho.
Al final de su vida, ella me dijo: "Ves, tu padre, puedes cortarlo en
pequeños trozos, y ninguno de ellos será malo".
-¿Este aislamiento pesó en su familia?
-Sí, sufrí al verlo criticado de esa manera. En Sciences Po [Facultad pública de ciencias políticas, de muy difícil acceso],
donde estudié, era chic no ser anticomunista. La forma en que se hablaba con
desprecio de Raymond Aron y de su "errónea lucha" sigue siendo una
herida para mí. Probablemente porque vi las desgracias e incomprensiones que
trae la fama nunca soñé con ser célebre. También estaba la influencia de mi
marido, Antoine, que pensaba que todos los honores sociales eran ridículos.
Pero fue en 1950 cuando la familia se vio más afectada.
-¿A qué se refiere?
-Ese mismo año, con cuatro semanas de diferencia, perdí a una
preciosa hermana de seis años y medio, Emmanuelle, a la que llevaba al colegio
todos los días, por una devastadora leucemia, y nació otra hermana, Laurence,
con síndrome de Down. Con sólo 16 años, viví estos dos calvarios en silencio.
Me llevó años aceptar la discapacidad de Laurence. El ambiente familiar era
pesado, lleno de tristeza. Todo esto explica, creo, por qué estaba tan perdida cuando conocí a Antoine. Las pruebas te hacen más fuerte o más débil. A él lo
blindaron. Él me llevó por ese camino.
-¿Cómo vivió la guerra?
-Siempre pensé que había una verdadera ruptura entre los que
vivieron la guerra y los demás. Esta experiencia nos situó en una perspectiva
histórica y nos permitió distanciarnos de la vida cotidiana. Mi marido y yo fuimos
muy felices, pero no lo olvidamos: una felicidad a la sombra de la Shoah. Mi
padre había sido destinado a la Universidad de Toulouse al inicio del curso
escolar en 1939, antes de ser movilizado. En junio de 1940, vino a decirle a mi
madre que quería continuar la lucha. "Os vais a Londres", respondió
ella. Se subió a un barco, mientras mi madre y yo nos fuimos a Marruecos.
Recuerdo que las hijas del sultán venían a la escuela francesa de Rabat
envueltas en sus grandes velos. Me explicaron que no debía decir dónde estaba
mi padre. Seguía diciendo "mi padre no está aquí". La gente entendía "mi padre es pastelero"[ambas frases suenan vagamente parecidas a oídos de un no nativo francófono, como debían de ser los marroquíes de los que habla; resulta muy cómico para un francés esta confusión fonética]. Tenía ocho años cuando nos fuimos de
repente, con una sola maleta.
-¿Fue a Londres a buscar a su padre?
-Sí. ¡Y para conocerlo! Mi madre había obtenido un visado pero, tras el desembarco de los estadounidenses en el norte de África en noviembre de 1942, dejó de ser válido. Tuvimos que empezar de nuevo. Fue el propio general Eisenhower, entonces jefe de los ejércitos estadounidenses en el norte de África, quien dio permiso para que una mujer y una niña viajaran en un vuelo militar. Salimos de Fez el 13 de julio de 1943 con destino a Gibraltar, y luego a Bristol, en un avión lleno de oficiales británicos que Franco estaba entregando a los aliados. Nos sirvieron té caliente en la oscuridad total para reconfortarnos. Encontramos a mi padre cuando salía para la celebración del 14 de julio en la sede de la France Libre. Hubo muchos gritos. Pero no pude quedarme en Londres por los bombardeos. Me enviaron a un internado en el liceo francés de Cumberland. Dormíamos en un dormitorio veinte chicas. Íbamos a misa los domingos, y a los scouts: recuerdo largos paseos por la campiña inglesa.
-Su padre era judío, no su madre. ¿Tuvo una educación católica?
-Mi madre tenía dos grandes amigas, una era Simone Weil y la otra era Edi Copeau, hija de Jacques Copeau, que era monja. Había prometido bautizarme, y lo hizo. Había conocido a Simone y a Edi en el Liceo Victor-Duruy, en París, donde iban todas las hijas de los autores de la NRF (Martin du Gard, Gide, Copeau, Schlumberger...). Todos se hicieron amigos, y así fue como mi madre, de origen pequeño burgués en Isère, pudo conocer a mi padre en la abadía de Pontigny, frecuentada en el periodo de entreguerras por el gotha de las letras francesas. Después de mi bautismo, en Rabat, a la edad de 7 años, asistí a clases de catecismo. Lloré cuando escuché la historia de la crucifixión de Cristo. El sacerdote, conmovido, decía que yo era una gran alma católica. Luego leí en un librito religioso que si no acudías a misa el domingo te ibas al infierno. La idea de que mis padres irían al infierno me perturbó tanto que perdí la fe. Hoy, soy agnóstica.
-Primero hice dos años de filosofía. Pero me aburrí de esta
disciplina, que permitía decir todo y su contrario. Luego estudié en Sciences
Po. No me gustaba la escuela, a la que asistían estudiantes de entornos ultra
privilegiados que preferían el éxito mundano a la búsqueda de la verdad. Pero
descubrí disciplinas útiles para la sociología, como la economía y la ciencia
política. Cuando me fui con Antoine a vivir a Bolonia durante dos años, Pierre
Bourdieu -a quien conocía a través de mi padre- me propuso hacer una tesis
sobre la clase media alta boloñesa. A mi regreso a París, pasé cinco años en su
centro de sociología. Bourdieu fue un intercesor hacia el mundo intelectual.
También me enseñó un oficio. Luego nuestra relación se deterioró. Su centro se
había convertido en una secta, donde había que adorar al maestro. Ese no era mi
estilo. Mayo de 1968 empeoró las cosas.
-Muy mal. El mundo académico estaba desgarrado, el clima intelectual era asfixiante y las pasiones políticas eran fuertes. Me sentí en el ostracismo. Recuerdo a un colega con un paraguas, visto de lejos en los Jardines de Luxemburgo: se desvió mucho para no tener que estrecharme la mano. Estas personas me reprocharon que no hubiera tomado partido contra mi padre. Él estaba mal visto. Algunos estudiantes me contaron que les decían: "¡No vayas al seminario de Dominique Schnapper, que es de derechas!" Unos años después de 1968, probablemente como reacción, tuve una depresión.
-En el mundo de la sociología de los años 70 no hacías
carrera si no eras de izquierdas, marxista o cuantitivista. Me sentí
marginada. Vi que mis investigaciones caían en el vacío. Luego, el clima
intelectual y político cambió. Ya no era raro romper con el comunismo, y el
antitotalitarismo estaba en auge. Todo el mundo era de Rocard o de Barre. Me sentí
menos sola. En 1994, escribí La comunidad de los ciudadanos y obtuve el
reconocimiento de mis compañeros. Los que no me daban la mano se volvieron
amistosos. Me gustó mucho impartir un seminario en la Escuela de Altos
Estudios. Pero aunque el trabajo ha sido fundamental en mi vida, no lo he
sacrificado todo por él.
-Usted se refiere a una "marginalidad". Sin embargo, usted fue elegida directora de estudios de la EHESS en 1981, un cargo prestigioso...
-Sí, pero nunca supe "venderme", por orgullo o por
torpeza. Ser mujer también complicaba las cosas. Y odio viajar. Estoy enterrada en mis hábitos, mis rituales. La última noche que estuve fuera de casa, no
dormí. Estas angustias me impidieron hacerme un hueco en prestigiosas
universidades extranjeras, de las que rechacé invitaciones. Recuerdo que me crucé
con Mary Douglas en Estados Unidos, una famosa antropóloga británica. La invité
a la Escuela de Altos Estudios y me preguntó dónde quería que me invitaran de
vuelta. Respondí: a ningún sitio. Debió de pensar que yo era una persona
extraña...
-Me llevó mucho tiempo adquirir una forma de confianza en mí misma y encontrar mi camino intelectual. La muerte de mi padre, en 1983, fue un trastorno increíblemente profundo. Yo tenía 49 años, él 78. Durante tres años esto me atormentó, sentí que nunca superaría el dolor. Pero, en cierto modo, su muerte me liberó intelectualmente. Me hubiera gustado que leyese lo que estaba escribiendo y, al mismo tiempo, la estatua del Comendador había desaparecido. Cuando publiqué La comunidad de los ciudadanos, François Furet me dijo amablemente: "¡Le habría gustado mucho a su padre!" Al mismo tiempo, es posible que no hubiera escrito este libro si él todavía estuviera aquí. Una cosa es cierta: no matas a tu padre. Le reprochas cosas, o lo quieres, pero no lo matas, vives con él. Mi madre solía decir: "Siempre eres más de tu familia de lo que crees".
-¿Cómo ve la muerte?
-Hay dos muertes, la propia y la de los demás. A mi edad,
he visto mucha. Pero yo no pienso en la mía. Creo que los vínculos continúan
más allá de la ausencia, aunque no creo que nos volvamos a encontrar en el
cielo. De Simone de Beauvoir, que no me gusta mucho, recuerdo esta frase que me
conmueve: "Su muerte [la de Sartre] nos separa. Mi muerte no nos reunirá.
Así es: bastante hermoso es ya que nuestras vidas hayan podido acordarse
durante tanto tiempo". Antoine murió hace diecisiete años: ya no está, pero la
relación sigue ahí. Seguimos estando definidos por lo que nos ha definido toda la vida.